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Estrasburgo, 30 de diciembre de 1784
Pese a la comodidad de su carroza, el príncipe Carlos de Hesse, convertido en la cabeza pensante de la Estricta Observancia, se sentía algo cansado. Había sentido una gran decepción al ver morir en sus brazos al inmortal conde de Saint-Germain. Falso alquimista, el aventurero oportunista no poseía secreto alguno.
Y la aparición de un panfleto anónimo, San Nicasio o Colección de cartas masónicas notables para uso de los francmasones y de los que no lo son, asestaba un nuevo y durísimo golpe a la orden templaria. El texto atacaba a los principales dignatarios y a sus aliados franceses, acusados de haber amañado el convento de Wilhelmsbad.
El barón de Hund, fundador de la orden, era tratado de estafador y mentiroso. ¿Qué querían esos francmasones, tan estúpidos que creían en una leyenda caballeresca? ¡Recuperar los territorios de los templarios y reconstruir su inmensa fortuna! De hecho, los ingenuos hermanos habían entregado sumas enormes a sus dirigentes sin recibir nada a cambio, y ahora se veían estafados y decepcionados.
¿Los secretos? ¡Una monumental superchería! ¿Y quién era Fernando de Brunswick, el Gran Maestre? Un mediocre militar severamente derrotado en 1760, durante la guerra de los Siete Años, y un déspota aferrado a sus títulos rimbombantes, sin la menor visión de futuro.
Frente a esa tempestad, el ángel custodio de Carlos de Hesse le había recomendado dirigirse a Estrasburgo para solicitar allí la ayuda de los discípulos de Willermoz, iniciados en los ritos del místico lionés, y unirlos a su causa.
El príncipe alemán fue bien recibido, pero las declaraciones del dignatario local lo dejaron pasmado:
—Nuestro maestro Willermoz nos ha revelado que una muchacha, Marion Blanchet, observada de cerca durante diez días y diez noches, le ha descrito la existencia postuma de su madre, de sus tres hermanos y de sus tíos. ¡Todos expían sus faltas en el Purgatorio! Le ha indicado el número de misas y de plegarias necesarias para suavizar su castigo. Por consiguiente, de acuerdo con las directrices de Willermoz, buscamos sonámbulos que nos pongan en contacto con los espíritus.
Carlos de Hesse quedó mudo. No sería aquí donde iba a obtener un apoyo activo para la Estricta Observancia.
Viena, 31 de diciembre de 1784
Mientras Geytrand se disponía a entrar en el edificio donde trabajaba Joseph Anton, observó, por segunda vez, que un hombre de mediana edad estaba mirando al porche.
Geytrand no creía en las coincidencias.
Estaban espiándolo.
Apretando las mandíbulas, indiferente a la nieve y al frío, se ocultó tras una calesa y observó al que espiaba.
Media hora más tarde, éste abandonó su puesto y se alejó con lentos pasos.
Geytrand lo siguió.
Gracias a los copos, cada vez más espesos, no corría el riesgo de ser descubierto. ¿Era aquel curioso un francmasón, enviado por su logia para identificar a quienes espiaban a los miembros de su orden? En ese caso, iría a presentar su informe a algún alto dignatario, tal vez al propio Ignaz von Born, a quien el conde de Pergen podría, pues, acusar de atentado contra la seguridad del Estado.
Geytrand quedó decepcionado y sorprendido.
Conocía muy bien el edificio oficial cuya puerta cruzó el espía: la sede de la policía.
Viena, 31 de diciembre de 1784
Joseph Anton no lo celebraba. Detestaba los festejos obligatorios y los abrazos forzosos, por lo que prefería clasificar sus fichas y poner al día sus expedientes. Sólo aquel trabajo constante le permitía explotar del mejor modo los informes acumulados sobre la francmasonería.
Poco antes de medianoche, la visita de Geytrand le sorprendió.
—¿Tampoco vos lo celebráis?
—Señor conde, creo que nuestro servicio está amenazado.
—¿Los francmasones?
—No, el emperador.
—¿Cómo puedes estar seguro de eso?
—Un espía nos vigilaba. Lo he seguido hasta la sede de la policía, donde ha informado de su misión. ¿No deberíamos trasladarnos inmediatamente? Esta noche, nadie lo advertirá.
Ambos hombres transportaron los archivos hasta una de las mansiones del conde de Pergen que éste dejaba sin ocupar en previsión de un incidente de ese tipo.
Sólo se cruzaron con dos borrachos que les desearon un feliz año nuevo. Al amanecer, tras varias idas y venidas, los esenciales documentos estaban seguros.
—Prepáranos un café muy cargado —le ordenó Anton a su mano derecha—. Añadiremos unas gotas de un excelente aguardiente de ciruelas para calentamos.
—¿Acaso es el final de nuestra misión?
—Lo ignoro.
—Es evidente que el emperador nos abandona.
—Tal vez se trate de un concurso de circunstancias o de una investigación rutinaria.
—¡Ni vos ni yo lo creemos! El poder se inclina ante los francmasones, que exigen nuestra cabeza.
—Lo aclararé hoy mismo.