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Viena, 2 de julio de 1784
Tras su paseo a caballo, hacia las siete, Wolfgang dividía su tiempo entre las composiciones y las lecciones. Para descansar, le gustaba jugar al billar mientras discutía con Constance. Había comprado una hermosa mesa cubierta de un soberbio tapete verde, doce tacos y cinco bolas. Una linterna y cinco candelabros iluminaban la superficie de juego.
Aquella noche, el matrimonio Mozart recibió a varios cantantes, entre ellos Michael O’Kelly y la joven soprano, de diecinueve años, Nancy Storace, acompañados por su enamorado Stephen, un violinista impetuoso y celoso. Le preguntaron a Constance por su salud antes de alabar los méritos de Inglaterra y jugar una partida de billar, vaciando algunas botellas.
El pájaro Star saludó aquellas diversiones cantando una hermosa melodía que Nancy Storace repitió.
—Tu voz es espléndida —estimó Wolfgang.
—¿Me elegirás como intérprete para tu próxima ópera?
—Si consigo encontrar un buen libreto, sin duda.
—¿Tan difícil es?
—Sólo he leído historias estúpidas y sin interés. Pero no pierdo la esperanza.
Viena, 4 de julio de 1784
Geytrand puso en la mesa de Joseph Anton la edición, en Torricella, de dos sonatas para piano[152] y una sonata para piano y violín de Mozart[153].
—¿Estás aficionándote a la música de moda?
—Mirad bien la página de créditos, señor conde.
El examen de Anton fue revelador.
—Varios emblemas masónicos… ¿Qué significa eso?
—O Mozart se afirma como francmasón o el editor muestra sus convicciones y su simpatía.
Joseph Anton consultó las listas.
Mozart no figuraba en ellas. La segunda hipótesis era, pues, la cierta.
—Es extraño —dijo Geytrand—. ¿Se habrá permitido el editor esta audacia sin el explícito acuerdo del autor?
—Claro, puesto que puede incluso modificar la partitura.
—Dicho de otro modo, no hay nada que pruebe que Mozart esté vinculado de un modo u otro a la francmasonería.
—Nada —concluyó Anton—. Sin embargo, su nombre aparece con demasiada frecuencia. Así pues, me interesaré más por él.
Viena, 5 de julio de 1784
En Perú, un arqueólogo descubría los restos del reino de las amazonas. Mientras un meteorólogo proseguía con sus investigaciones, un enamorado perdido sólo pensaba en su amada.
Sobre las bases más bien flojas de ese libreto de Petrosellini, Wolfgang comenzó una ópera[154].
Aburriéndose a sí mismo, al escribir una música vacía de sentido, lo dejó muy pronto.
—El abad Da Ponte desea verte —le avisó Constance.
Wolfgang no esperaba ya aquella visita. Nombrado poeta oficial de la corte con un salario de seiscientos florines gracias a la ayuda de su protector, Salieri, el libretista le explicaría probablemente que estaba desbordado.
—¡Querido Mozart, he ahondado en mi idea! Y ese Marido decepcionado me gusta mucho. Emilia, una joven y noble romana, ama a Aníbal. Al enterarse de su muerte, escucha a su tutor, que le aconseja casarse con un viejo chocho. Golpe de teatro: Aníbal reaparece, vivito y coleando, aunque deseado por otras dos mujeres locamente enamoradas, ¡una de ellas, cantante! Un solo hombre expuesto a la rivalidad de tres aspirantes: ya podéis imaginar las complicaciones y las repercusiones. Todo acaba arreglándose y Aníbal se casa con Emilia. Trabajad, pues, con eso, Mozart.
Presuroso, Da Ponte se esfumó.
Wolfgang recorrió el libreto y no sintió entusiasmo alguno. Decir que sí a Da Ponte era tener la seguridad de que la obra se representaría. Pero aceptar la historia tal cual… Tenía que pensarlo.
Ingolstadt, 15 de julio de 1784
El barón Adolfo von Knigge estaba furioso.
—No estoy acostumbrado a ser convocado como un vulgar lacayo —le dijo a Adam Weishaupt—, y ya no soporto vuestro comportamiento. ¿Debo recordar que soy el redactor de los rituales de la Orden de los Iluminados?
—Yo os confié esta tarea y sólo yo aprecio sus resultados.
—¡Poniéndome sin cesar palos en las ruedas! —protestó Von Knigge—. Vuestro sectarismo y vuestra ciega crítica de la religión son obra de un espíritu obtuso, incapaz de percibir la importancia de los ritos y del esoterismo. Sólo los misterios egipcios nos llevarán al conocimiento, y vos no les atribuís consideración alguna.
—Seguís siendo un místico retrasado, barón, y no tolero en mi organización a esa clase de individuos.
—¿Por esa razón hacéis correr calumnias sobre mi vida privada?
—¿La creéis irreprochable?
—¡Eso no es cosa vuestra!
—Todo lo que hacen los Iluminados me concierne. Criticar a su jefe, oponerse a él, insultar su soberanía y atreverse a denigrarlo ante los demás hermanos son faltas imperdonables. Vos las habéis cometido, barón, y ya no sois digno de pertenecer a la orden.
—¿Acaso tenéis la intención de expulsarme?
—He redactado una acusación, que he firmado yo mismo y varios altos dignatarios, acusándoos de oportunismo. Si lo negáis, seguiremos adelante. Mucho más adelante. Os aconsejo, pues, que dimitáis, aceptando tres compromisos formales: guardar secreto, abandonar vuestras funciones y retirar todos los agravios que me habéis hecho.
La violencia de la mirada de Adam Weishaupt aterrorizó al barón Von Knigge. El tirano no bromeaba y lo amenazaba con la muerte.
—Sois un triste señor y un temible manipulador. Quiera el cielo que vuestra despreciable aventura termine mal.
—¿Aceptáis mis condiciones, barón?
—No oiréis hablar más de mí, Weishaupt. Pero vuestro edificio de mentiras no tardará en derrumbarse.
El jefe de los Iluminados se libraba por fin de aquel espiritualista que comenzaba a resultar molesto. Ciertamente, le faltaban los rituales de los Grandes Misterios. El resultado de sus esfuerzos, una revolución política y social, le haría olvidar ese inconveniente.
Viena, 2 de agosto de 1784
El marido no era el único que se sentía decepcionado. Tras haber compuesto una obertura, dos coros y dos melodías para Lo sposo deluso[155], Wolfgang, irritado, lo dejó.
¡Lamentable libreto! ¿Cómo tratar semejante tema en estilo bufo y hacer divertida a una heroína ofendida e infeliz? Ennegrecer así a los personajes femeninos le disgustaba sobremanera. Y ninguno tenía carácter suficiente.
Desde sus contactos con los Iluminados de Salzburgo y sus lecturas de obras esotéricas, Wolfgang necesitaba profundidad, no las diversiones irrisorias del abate Da Ponte. Abandonó, pues, aquel pobre proyecto, convencido de que no seguiría tratando con aquel taimado cortesano, demasiado próximo al mediocre Salieri.
Una triste noticia, procedente de Salzburgo, se añadió a aquella decepción: Miss Pimperl, la hembra de fox-terrier, acababa de morir. ¡Cómo le habría gustado mimarla hasta el último instante, evocando sus mil y un recuerdos! Wolfgang era su preferido, percibía la menor emoción de Miss Pimperl, y su complicidad les ofrecía maravillosos momentos de felicidad.
Tras la muerte de su amada perra, la juventud de Mozart se desvanecía.