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Viena, 13 de junio de 1784
Wolfgang no incluyó en su catálogo las ocho variaciones «Comme un agnello»[147] que acababa de componer sobre una melodía de Buen hombre de Sarti, que estaba de paso en Viena, y se dirigió a Döbling, en la campiña vienesa. Durante una academia, tocó su quinteto para piano e instrumentos de viento[148], mientras su anfitriona, la brillante Barbara Ployer, interpretaba el concierto en sol[149]. Bien pagada, aquella interpretación aumentaba su cotización, apreciable ya.
Este éxito financiero tranquilizaba a Wolfgang y le daba alas. ¡Qué felicidad ofrecerle a Constance una vida confortable, sin preocupaciones materiales! Nunca hubiera imaginado semejante posición cuando arruinaba su talento como músico-criado al servicio del gran muftí Colloredo. La audacia le había sentado bien, y nunca retrocedería, aunque seguía soñando con un puesto estable en la corte de Viena, siempre que recibiera una excelente remuneración y gozara del máximo de libertad creadora.
En Artaria aparecieron tres sonatas para piano[150] y, en otra editorial, Torricella, tres obras más[151] que consolidaban su renombre de músico vienés de moda.
Al finalizar el concierto, conversó con el anciano conde Thun.
El francmasón, amigo y hermano de Ignaz von Born, habló de la lengua de los símbolos, de la importancia de la tradición iniciática y de la presencia de los espíritus que animaban todas las formas de vida, desde las estrellas hasta los minerales.
Esas perspectivas impedían a Wolfgang dejarse embriagar por su éxito. Más allá de las satisfacciones materiales, ¿acaso la puerta del templo no estaba próxima y lejana a la vez?
Sólo Thamos el egipcio podía abrirla. ¿Cuándo consentiría, por fin?
Berlín, 15 de junio de 1784
—¿A qué viene esa cólera, hermano? —preguntó Bischoffswerder, uno de los jefes de la Rosacruz de Oro, tan bien situados que influían en las más altas autoridades.
—Los Iluminados de Baviera, a los que pertenezco, quieren destruir los poderes establecidos y la sociedad —respondió Utzschneider—. Hay que impedirles hacer daño.
El traidor omitió añadir que deseaba vengarse porque acababan de negarle un ascenso.
—¿Tienes pruebas de lo que dices?
—He tomado notas con toda discreción —reveló Utzschneider—. Os entrego un expediente explosivo que contiene las declaraciones de varios dignatarios y revela las verdaderas intenciones de los Iluminados. Os toca actuar de prisa y con fuerza.
—Cuenta conmigo, queridísimo hermano.
¡Los rosacruces de oro de Berlín no podían esperar semejante regalo! El documento fue transmitido de inmediato a su principal apoyo, Federico Guillermo II. Pero éste, negándose a intervenir en su territorio y a ponerse en evidencia, confió el trabajo sucio al príncipe-elector de Baviera, Karl Theodor.
Munich, 22 de junio de 1784
El jesuita Frank, consejero político y confesor de Karl Theodor, se frotaba las manos. Gracias al expediente de Utzschneider y a los complementos de los rosacruces de oro de Berlín, había convencido a su ilustre patrón de que tomase una decisión tan radical como explosiva.
El edicto de Karl Theodor prohibía formalmente cualquier sociedad secreta en los Estados sometidos a su jurisdicción. Considerándose investido de una misión sagrada consistente en salvar a la Iglesia, el príncipe-elector ponía fin a las actividades de sectas subversivas y temibles, a la cabeza de las cuales figuraban los Iluminados de Baviera y las logias masónicas, sin nombrarlos por ello.
Frank esperaba una reacción violenta, sobre todo por parte de los Iluminados. Lo que llevaría a Karl Theodor a utilizar la fuerza e incitaría a los tribunales a dictar penas de cárcel.
Fuera como fuese, aquel decreto los hacía pasar por el aro y detenía en seco su crecimiento. La Iglesia podía felicitarse por aquel éxito, que sería seguido por muchos otros si el emperador José II, a su vez, percibía el peligro y adoptaba las medidas necesarias.
Munich, 23 de junio de 1784
El jefe de los Iluminados de Baviera, Adam Weishaupt, y su mano derecha, el barón Adolfo von Knigge, volvieron a leer el decreto, palabra por palabra.
—Aunque no se nos designe claramente —observó Weishaupt—, somos el blanco principal de Karl Theodor y de su maldito confesor.
—Dada la falta de precisión del texto —consideró Von Knigge—, ningún tribunal nos condenará.
—¡Sobre todo, no corramos riesgos! Nos acusarían de subversión y de conspiración contra el príncipe-elector, encantado de convertimos en ejemplo.
—¿Qué proponéis, en ese caso?
—Hay que saber hasta dónde quieren llegar Karl Theodor y sus aliados. Finjamos, pues, obedecerle pronunciando una aparente disolución de nuestra orden y pidiendo a todos sus miembros que guarden silencio. Tal vez esta actitud muestre al príncipe-elector que ha obtenido una gran victoria.
—Sólo un mal rato que pasar, suponéis… ¡Yo no lo creo! —objetó Von Knigge—. Esta declaración de guerra tendrá consecuencias. El oscurantismo religioso desea destruir nuestro movimiento utilizando la tontería y la cobardía de los príncipes que desean conservar su trono a toda costa. Yo me niego a bajar los brazos. Estoy de acuerdo en que guardemos un relativo silencio, si las logias siguen reuniéndose en secreto. Además, fundaremos sociedades de lectura, abiertas a todo el mundo, en las que difundiremos nuestras ideas. Ni siquiera Karl Theodor podrá tacharlas de secretas.
—Es interesante —reconoció Weishaupt.
Viena, 30 de junio de 1784
—Mi amigo Frank ha actuado de un modo magnífico —estimó Geytrand—. He aquí que los Iluminados han sido heridos en pleno corazón, y además, en su propio feudo, Baviera.
—Lamentablemente, el decreto del príncipe-elector Karl Theodor es demasiado vago —deploró Joseph Anton—. No designa explícitamente a los Iluminados y los francmasones.
—¡Nadie va a engañarse!
—Las altas personalidades, incluso los magistrados, que pertenecen a la orden, retardarán o bloquearán la aplicación de esta ley afirmando que la francmasonería no lleva a cabo acción ilegal alguna y no amenaza ningún trono.
—Puesto que es, efectivamente, una sociedad secreta, los tribunales la prohibirán.
—Sería demasiado sencillo, mi buen Geytrand. Los francmasones encontrarán mil y una maneras de escapar a la sanción.
—Frank quiere acabar con ellos y Karl Theodor sigue ciegamente sus directrices.
—En pleno ascenso, los Iluminados no renunciarán a imponerse. Sin duda fingirán que se doblegan para contraatacar mejor. La guerra no ha hecho más que empezar.