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Viena, 22 de abril de 1784
La carta del emperador reconocía la soberanía de la Gran Logia de Austria y la de cada logia perteneciente a esa nueva estructura.
Cada una de ellas podría celebrar sus rituales, alimentados por los signos, jeroglíficos y símbolos de la orden, siempre que no tuviera más objetivo y más actividad que la beneficencia en su sentido más amplio.
Tras las fórmulas oficiales se ocultaba la voluntad de José II de controlar a los dirigentes, incluso de descartar a los candidatos o revocar a los electos para sustituirlos por hombres fieles al poder.
La discusión de los principios generales, que cada logia debía incluir en su particular reglamento, fue objeto de controversia.
—Ante todo —recordó Von Gebler—, proclamemos la necesidad de la beneficencia, esa virtud tan apreciada por el emperador. Sólo ella nos ofrece la capacidad de luchar contra los males que oprimen a la humanidad.
—Eso implica liberamos de todas las formas de creencia y de tiranía —añadió Von Born—. La beneficencia también consiste en hacer el bien, en actuar bien y, por tanto, en celebrar rituales precisos y correctamente ajustados.
—¿Cuáles serán nuestros criterios de admisión? —preguntó un dignatario.
—Todos los hermanos deben participar activamente en los trabajos —respondió Von Gebler— y, por tanto, poseer una de las cualidades siguientes: o gozar en el mundo profano de suficiente consideración, por nacimiento o por rango, para tomar bajo su protección la virtud oprimida y la buena causa en general; o disponer de bienes materiales en un marco de orden y de vida familiar para estar en condiciones de prestar ayuda si es necesario; o poseer los conocimientos y el talento indispensables para corregir las ideas erróneas, combatir los prejuicios perjudiciales y proclamar las verdaderas luces.
—¿Llegaremos hasta el punto de admitir a un obrero? —se inquietó un conde.
—Antaño, las logias de constructores de catedrales estaban formadas por artesanos —recordó Von Born—. No existe razón alguna para negarle la entrada al templo a nadie, siempre que el postulante cubra sus necesidades, no sea un peso para sus hermanos y sienta verdaderos deseos de ver la luz.
Nadie protestó.
—En cambio —prosiguió el Gran Secretario—, debemos desconfiar de los nobles pagados de sí mismos y de sus privilegios. Pongámosles larga y lúcidamente a prueba, y neguémosles la participación en nuestra fraternidad si manifiestan excesiva altivez y vanidad. Quienes desprecian al buen y simple burgués porque no tiene antepasados con título no merecen cruzar la puerta del templo. Tampoco lo merecen los aristócratas que tratan mal a sus criados o a sus súbditos, se muestran crueles y duros con ellos o se enriquecen de modo innoble y se comportan como seres viles. Para un francmasón, virtud y rectitud no deben ser palabras vanas.
—Todos esos preceptos estaban contenidos en la Regla de los templos del Antiguo Egipto —recordó Thamos—. Ponerlos en práctica es una necesidad cotidiana sin la que la iniciación sólo sería un espejismo.
—Nos dirigimos así hacia la verdadera beneficencia —insistió Von Born—. No se trata sólo de ayuda pecuniaria, sino de una asistencia de otra naturaleza, de una ayuda de orden espiritual y del don del conocimiento que permite cruzar las sucesivas puertas que jalonan el camino iniciático.
—¿Habrá que admitir, también, a hombres de Iglesia? —preguntó un hermano.
—Siempre que sean del todo tolerantes y que no intenten propagar en la logia sus creencias —respondió Von Born.
Nadie discutió las opiniones del Gran Secretario, que no disgustaban a Von Gebler. El vicecanciller podría, pues, tranquilizar al emperador y garantizarle la adhesión de las logias a su política.
Viena, 29 de abril de 1784
El concierto dado en el teatro de la Puerta de Carintia en presencia de José II tomaba el aspecto de un ejercicio especialmente peligroso. Wolfgang estrenaría una sonata para piano y violín[145] en compañía de la italiana Regina Strinasacchi.
Un único problema: la partitura de piano estaba casi vacía, pues no había tenido tiempo para anotar la música, y la tocaría, pues, de memoria y sin ensayo alguno.
La obra comenzaba por un largo movimiento lento durante el que dialogaban el hombre y la mujer, la voluntad de conquista y la sensibilidad. ¿Cómo conciliar esos aparentes contrarios, salvo gracias al ardor de un alegro que superara las oposiciones? El andante devolvía a la meditación y a la duda, casi dolorosa, disipada por el rondó final, celebración de la alegría de vivir.
El emperador, que había oído sorprendentes rumores, lo comprobó por sí mismo. Pasmado, advirtió que Mozart descifraba páginas en blanco.
Por lo que se refiere al pianista holandés Richter, que observaba los dedos del intérprete, no pudo contener su amargura.
—Dios mío, cómo debo yo torturarme hasta sudar para no obtener éxito alguno. Y para vos, amigo mío, para vos es sólo un juego.
—¡Oh! —exclamó Wolfgang—, yo también tuve que torturarme para no tener que hacerlo ahora.
Viena, 26 de mayo de 1784
Tras la academia que él mismo había organizado el 8 de mayo en casa de los Trattner, sus propietarios, Wolfgang recuperó por fin el aliento. Seguía levantándose, sin embargo, entre las cinco y las seis, y mantenía su ritmo de trabajo aun concediéndose, todas las mañanas, un delicioso paseo con Constance por el jardín del Augarten.
El embarazo iba bien, y su amor, tierno y cómplice, florecía al hilo de los días.
—Una seria dificultad nos envenena la existencia —dijo ella.
—Apuesto a que sé de qué se trata: nuestra criada salzburguesa, Liser Schwemmer.
—No sabe preparar el fuego ni hacer café. Su única tarea consiste en poner los platos en la mesa del comedor. Cuando me ayuda a ponerme un vestido o a quitármelo, se queja de exceso de trabajo. Se gasta todo el salario en comprar vino y cerveza. Ayer, la encontré borracha como una cuba en su cama. Había vomitado tanto que tuve que cambiar las sábanas y el colchón. ¡Esto no puede seguir así! Despidámosla y sustituyámosla por otra.
—Tienes razón, querida, pero…
—¿Pero?
—Si yo fuera un hombre al que le gustara hacer infeliz a la gente, la despediría de inmediato. Seamos benevolentes conservándola tanto tiempo como sea posible.
Viena, 27 de mayo de 1784
Pensándolo bien, Wolfgang se había mostrado ingrato y lo lamentaba. De modo que acudió a la pajarería con la esperanza de que el creador de los primeros compases del rondó del concierto en sol mayor[146] no hubiera encontrado comprador.
Por suerte, el jilguero estaba aún allí.
En cuanto divisó a Mozart, entonó su melodía favorita.
—¿Cuánto quiere usted por él? —preguntó el músico al pajarero.
—Treinta y cuatro kreutzers.
Wolfgang no discutió.
—Seremos buenos amigos —le prometió a su nuevo compañero—. ¿Cómo voy a llamarte…? ¡Ah, ya lo tengo: Star! ¿No eres acaso una estrella que ilumina nuestros días gracias a tu notable talento?
Star saludó su bautismo cantando forte y allegro.