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Viena, 15 de abril de 1784

El encuentro no tuvo lugar en Schönbrunn ni en el edificio que albergaba el servicio secreto de Joseph Anton, sino en el interior del cuartel frecuentado por numerosos miembros de la nobleza vienesa, destinados a la carrera militar. El emperador hablaba de buena gana con unos y otros.

Al conde de Pergen no le llegaba la camisa al cuerpo. ¿Por qué quería hablar con él José II?

Según los últimos rumores, se mostraba cada vez más favorable a la francmasonería, indefectible apoyo de su política. Aunque una bula papal de 1731 la hubiera condenado, en Austria no había sido publicada. En sus Constituciones de 1717, el pastor Anderson escribía: «Si el francmasón comprende bien el arte, nunca será un ateo estúpido ni libertino sin religión».

—La Iglesia es hoy incapaz de defender los valores espirituales y morales que nuestra sociedad necesita —declaró el emperador—. Por eso la francmasonería nos es útil, siempre que esté estrechamente controlada. De modo que vuestra paciente labor merece mi gratitud.

Si no hubiera estado en presencia de José II, Anton habría soltado un enorme suspiro de alivio.

—¿Y qué pasa con la francmasonería mística y templaria en Viena?

—Majestad, la considero erradicada. Los rosacruces se acantonan en Berlín y, desde hace poco, en París. Por lo que se refiere a la Estricta Observancia, está muriéndose y ya no tiene representante alguno.

—Excelentes noticias. Sólo la francmasonería adepta a la razón y al humanismo permanece pues en nuestros muros.

—Que vuestra majestad me permita alertarlo contra la expansión de los Iluminados de Baviera, que tienen hoy más de dos mil quinientos miembros.

—¿No pertenecen a ese movimiento personalidades tan conocidas como Herder, Goethe o Von Sonnenfels?

—En efecto, majestad. Muy pronto os procuraré una lista completa de los intelectuales que se ocultan tras extraños pseudónimos. He descubierto que Grecia equivale a Baviera, Atenas a Munich, Eleusis a Ingolstadt, la ciudad del fundador, Adam Weishaupt. Por lo que se refiere a Egipto, es el nombre en clave de Austria.

—¿Qué teméis?

—Que esos intelectuales estén preparando una revolución bajo la máscara de la francmasonería.

—Lo dudo mucho, conde de Pergen. Si así fuera, impediríamos que se consumara. Exijo informes detallados sobre la actividad de las logias vienesas y el contenido de los discursos que allí se pronuncian.

—Los tendréis, majestad.

—¿Disponéis de confidentes que trabajen con celo, entre los que figuren falsos hermanos?

—Dada la dificultad de mi tarea, majestad, todos los medios son buenos.

—Aprecio vuestra discreción y vuestra eficacia. Seguid así.

Joseph Anton hizo una reverencia.

No desesperaba de convencer al emperador de lo nocivo de la francmasonería en general y de los Iluminados de Baviera en particular.

Viena, 22 de abril de 1784

Tras las últimas entrevistas con algunos hermanos muy bien situados, el emperador proclamó el nacimiento de una Gran Logia de Austria cuya Gran Maestría confió a un dignatario inofensivo, el conde Johann Carl von Dietrichstein-Proskau, de cincuenta y seis años de edad, y la Gran Secretaría al mineralogista Ignaz von Born. Ambas personalidades, honorablemente conocidas, sabrían dirigir apaciblemente esa nueva institución, que contaba con siete provincias. Austria contaba con diecisiete logias, ocho de ellas en Viena; Bohemia, con siete; Galitzia, con cuatro; la Lombardía austríaca, con dos; Transilvania, con tres; Hungría, con doce, y los Países Bajos austríacos, con diecisiete.

—Bonita jugarreta —apreció Joseph Anton—, muy bonita. He aquí a los hermanos enmarcados en la «Orden Real de la Francmasonería». Este reconocimiento oficial es un verdadero cepo del que no serían conscientes de inmediato. Y el emperador les reserva otras sorpresas.

—Ya no servimos para nada —gimió Geytrand.

—¡Al contrario, mi buen amigo, al contrario! Cuando los hermanos más peligrosos descubran que ya no disponen de ninguna libertad de maniobra, intentarán formar logias disidentes. Así pues, deberemos aumentar la vigilancia.

Viena, 22 de abril de 1784

Thamos e Ignaz von Born aguardaban las explicaciones de su hermano Tobias Philippe von Gebler.

Acusando el fardo de sus cincuenta y ocho años, el vicecanciller se sentó pesadamente en un sillón.

—Reconozco haber influenciado mucho al emperador. La creación de esta Gran Logia de Austria me parecía indispensable.

—¿Por qué razón? —preguntó Von Born.

—Nos dirigíamos a la catástrofe —explicó el autor de Thamos, rey de Egipto—. El arzobispo de Viena, Anton Migazzi, enemigo jurado de la francmasonería, ha introducido varios espías en las logias. Los émulos de los rosacruces sueñan con llevamos hacia el cristianismo, y los nostálgicos de la Estricta Observancia querrían despertar de nuevo el espíritu templario. ¡En resumen, un follón! Gracias a esta nueva institución, veremos las cosas más claras. El Gran Maestre es un hombre de paja que se limitará a ostentar su rimbombante título. Para todo el mundo, el verdadero jefe de nuestra orden será nuestro hermano Von Born, a quien he conseguido imponer sin dificultad alguna.

—¿Qué exige el emperador? —preguntó Thamos.

—El estricto respeto de la carta fundacional de la Gran Logia de Austria y la puesta a punto de un reglamento interior que se imponga al conjunto de las logias. Naturalmente, le será comunicado.

—El verdadero Gran Maestre es José II —rectificó Von Born.

—Ahora, al menos, la situación mejora, y trazaremos con seguridad nuestro camino, lejos de las tendencias místicas y ocultistas. Esta misma noche, en la reunión de los Venerables, examinaremos esta carta.

Ignaz von Born no ocultó su escepticismo.

—El emperador quiere controlarlo todo —estimó—. Ya no nos dejará en paz y tomará otras medidas que reducirán nuestra libertad hasta aniquilarla.

—Sigamos preparando la iniciación del Gran Mago —abogó Thamos—. Afortunadamente, se acerca el momento.