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Viena, 22 de marzo de 1784

Wolfgang se preguntó si podría aguantar mucho tiempo el ritmo infernal que había adoptado desde el comienzo de la cuaresma. El 1 de marzo, el 5, el 8, el 12 y el 15, conciertos en casa del conde Esterházy; el 4, el 11, el 18 y el 19, en casa del príncipe Galitzin, sin olvidar, el 17, su primera academia por suscripción en la sala Trattner. Todas las veces, un público entusiasta y una buena entrada de dinero. «De este modo —le confiaba a Constance—, no me oxidaré».

A pesar de esa intensa actividad como intérprete, Wolfgang no dejaba de componer, pues los oyentes reclamaban algo nuevo. Así, el 15 de marzo, había tocado un concierto[138] «que te dejaba empapado», tal era el virtuosismo que exigía. El solista, orgulloso y conquistador, daba una vigorosa réplica a una poblada orquesta.

Aquella noche, en casa del conde Esterházy, que estrenaba un concierto en re mayor[139] que provocaba, también, chorros de sudor. La misma conquistadora alegría que en la obra precedente, con el mismo ardor. El compositor y el intérprete se ganaban los corazones, Wolfgang se embriagaba con su éxito.

—¿Por qué no tocáis más de prisa aún? —le preguntó uno de aquellos críticos hastiados y desdeñosos que no se asombraban ante nada.

—Los acróbatas creen que la velocidad produce fuego. Pues bien, cuando no hay fuego en una composición no vas a hacer que surja aunque la toques al galope. Es mucho más fácil tocar con rapidez que lentamente. En los pasajes arduos, puedes dejarte algunas notas sin que nadie lo advierta. Pero ¿es eso música hermosa?

—¡Una opinión demasiado tajante, Mozart!

—¿No vale tanto como la vuestra?

—¡Yo suelo juzgar a los músicos!

—¿Habéis compuesto algo ya?

El crítico se apartó, furioso. Wolfgang se había ganado un nuevo enemigo.

Viena, 23 de marzo de 1784

No había descanso a la vista, al contrario: ni una sola velada libre hasta comienzos del mes de abril. Aquella noche, en el Burgtheater, una nueva alegría devolvió la energía a Wolfgang: el encuentro con su íntimo amigo Anton Stadler, clarinetista a tiempo completo en la corte de Viena.

—¿Puedo dirigirte aún la palabra, ilustre Mozart?

—¡Deja de burlarte de mí!

—Hicimos bien abandonando Salzburgo, tú y yo. Nunca he dudado de tu talento, por lo que tu éxito no me sorprende. De todos modos, me pregunto si vas a salir vivo de este carnaval.

—Sinceramente, yo también. ¿Cómo rechazar las invitaciones de Esterházy y de Galitzin? El barón Van Swieten me alienta también a hacerlo, y he recibido numerosas respuestas a mi propuesta de conciertos por suscripción.

—¡En resumen, acabarás extenuado!

—Tú lo sabes bien: la música regenera.

—¡La tuya, sin duda! No puedo decirte hasta qué punto soy feliz cuando toco tu serenata en si bemol mayor[140]. Los vieneses ronronean de felicidad. Cuando tengas un momento, volveremos a hablar del clarinete.

—¿Acaso deseas cambiar de instrumento?

—De ningún modo, pero habría que mejorar su capacidad expresiva. Sólo tú puedes percibir sus inmensas posibilidades, apenas explotadas. Tan cercano a la voz humana, llega a lo más profundo del ser. Por desgracia, ya tengo varios hijos que alimentar y carezco de los medios financieros necesarios para una verdadera investigación. ¿Me ayudarás?

—Cuenta conmigo.

Viena, 1 de abril de 1784

El 24 de marzo, Wolfgang había dado su segunda academia por suscripción con, como momento principal, el concierto en re[141]; el 25, concierto en casa de Galitzin; el 26, en casa de Esterházy; el 27, en la sala Trattner, participación en la academia del pianista Richter; el 29, concierto en casa de Esterházy; el 31, tercer y último concierto por suscripción; y aquella noche, un enorme programa en el Burgtheater, donde dirigiría las sinfonías Haffner y Linz y tocaría el concierto en re mayor, sin olvidar varias arias y un quinteto para piano, oboe, clarinete, corno y fagot[142], estrenado la víspera.

—Es lo mejor que he hecho en mi vida —le confió a Constance.

La ciencia de los timbres y las combinaciones instrumentales rozaba la perfección.

Wolfgang no volvería nunca más a semejante conjunto, pues aquel milagro no se reproduciría. ¿Era una culminación o un falso límite que debía superarse?

El músico había soñado con el éxito y la gloria, sobre todo para asegurar su independencia. Alcanzado el objetivo, no se limitaba a ello, puesto que aquel éxito no le abría las puertas del templo. Finalmente, aquel enloquecido período concluía. Un último concierto en casa del conde Palffy, el 9 de abril, y el compositor podría descansar.

Viena, 12 de abril de 1784

Los dos primeros movimientos del concierto en sol mayor[143] estaban terminados cuando Wolfgang pasó ante una pajarería y oyó un jilguero[144] que cantaba una melodía que grabó en su memoria, exclamando: «¡Qué hermoso es!».

En cuanto regresó a casa, anotó los cinco primeros compases de un rondó con variaciones muy impulsivo que coronó su nueva obra, en la que la alegría alternaba con pasajes casi melancólicos.

Sin embargo, como habría asegurado la sabiduría popular, ¿acaso no lo tenía todo para ser feliz? Incluso un pájaro le ofrecía algo con lo que alimentar su inspiración, a él, al músico de moda del que Viena no quería prescindir.

Pero la sabiduría popular se equivocaba, pues le faltaba lo esencial: el conocimiento de los misterios en los que eran iniciados los sacerdotes del sol.