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Viena, 25 de agosto de 1783

Esta vez, señor conde, es la desbandada —se alegró Geytrand—. La Estricta Observancia templaria está al borde del abismo. Ya no llegan aportaciones, las logias se separan o se vuelven francamente hostiles, y ni siquiera hay ya altos dignatarios para simular la existencia de una jerarquía.

—¿Ha dimitido Fernando de Brunswick?

—Todavía no, pero está sumido en una profunda depresión. La obra de su vida se derrumba ante sus ojos.

—¿Y Carlos de Hesse?

—Se niega a bajar los brazos y sigue creyendo en la intervención de Jean-Baptiste Willermoz y sus Caballeros de la Ciudad Santa.

—¿Acaso se ha manifestado el místico lionés?

—No, que yo sepa. Debe de estar trabajando en la redacción de nuevos rituales que, si alguna vez ven la luz, llegarán demasiado tarde.

—No nos alegremos demasiado pronto —advirtió Joseph Anton—. Tal vez el duque de Brunswick esté gravemente herido, pero ni Carlos de Hesse ni Willermoz renunciarán a sus ambiciones.

—¿Representan un peligro real, dada su orientación cristiana y su hostilidad hacia los Iluminados de Baviera?

—Sean cuales sean sus tendencias filosóficas, cualquier francmasón es peligroso. La Estricta Observancia parece debilitada, lo acepto, pero no relajemos la vigilancia. Puede renacer aún de sus cenizas y reanudar la ofensiva.

Salzburgo, 30 de agosto de 1783

A Wolfgang le encantó conocer al profesor Joseph von Sonnenfels y discutir largo rato con él. Hablaron primero del Burgtheater, que se había convertido en una hermosa sala de teatro donde se representaban obras de calidad. Abordaron luego la política liberal del emperador José II, que ambos aprobaban sin reserva alguna.

Puesto que Mozart permanecería aún cierto tiempo en Salzburgo, el profesor de ciencias políticas le presentó a algunos amigos, sin indicarle que pertenecían a una logia de los Iluminados[121].

—En el mayor secreto —reveló—, reflexionamos juntos sobre los problemas de nuestra época y nos indicamos, unos a otros, los libros importantes, como los de Herder, Wieland o Lessing.

—¿Os interesáis también por los misterios egipcios?

—Por supuesto. Entre nuestras obras de referencia figuran el Sethos del abad Terrasson y el opúsculo consagrado a los sacerdotes del Antiguo Egipto, Crata Repoa, sin olvidar El asno de oro de Apuleyo, que evoca la iniciación a los misterios de Isis. Llamamos a nuestra asamblea la Cantera. Dados vuestros conocimientos, Mozart, vos ya no sois un Novicio, sino un Minerval, a quienes simbolizamos con un pájaro con cabeza de hombre[122]. A nuestro modo de ver, lo importante es salir de las tinieblas de la ignorancia y propagar la luz del saber, aunque eso tope con el poder instituido, con la aristocracia imbuida de sus privilegios y con la Iglesia, aferrada a sus dogmas.

Wolfgang avanzaba por terreno conocido y no lamentaba en absoluto aquella estancia en Salzburgo. En cuanto tuviera un momento libre y pudiera ausentarse discretamente, iría a conversar con aquellos pensadores.

Aunque no apareciese, Thamos el egipcio sin duda estaba en la base de aquella nueva etapa de su Búsqueda. Indirectamente, le procuraba los alimentos intelectuales que necesitaba para descubrir el camino del templo.

Salzburgo, 26 de octubre de 1783

Aquel día había muchísima gente en la iglesia de San Pedro, donde iban a tocar la Gran misa en do menor[123] de Mozart. No se parecía a nada de lo conocido y tal vez no podría haber sido interpretada en la catedral, feudo de Colloredo.

Wolfgang había descartado algunas partes de la misa tradicional, especialmente el Credo, cuyas palabras ya no correspondían a su andadura espiritual[124].

Antes de entrar en la iglesia, pensó en su última entrevista con sus nuevos amigos del Minerval, que, amenazados por las investigaciones policíacas, pronto abandonarían Salzburgo. Como él, se felicitaban por las decisiones de José II: abolir el trabajo forzoso en los dominios agrícolas, establecer el matrimonio civil facilitando divorcios y nuevos matrimonios. Además, el 3 de septiembre, el Tratado de Versalles había puesto fin a la guerra de Independencia americana. Reconociendo la existencia de los Estados Unidos, Inglaterra consagraba un impulso hacia la libertad en el que participaban muchos idealistas próximos al Minerval.

—Tengo miedo —le confesó Constance a su marido.

—No temas, todo irá bien. Ya ves, he cumplido mi promesa: nos hemos casado y he compuesto para ti esta misa, cuya parte para soprano cantarás tú, aquí, en Salzburgo, mi antigua prisión.

Cuando Constance interpretó el Et incarnatus est con todo su corazón, Wolfgang se estremeció. Lo que se encarnaba, en aquel instante, era un momento de frágil felicidad, tan frágil que era preciso percibir su menor vibración y no olvidarla jamás.

Muchos oyentes, entre ellos Nannerl, se sintieron escandalizados por el carácter muy poco religioso de la obra, que se desmarcaba excesivamente de las reglas habituales. A causa de esa tal Constance, a la que seguía sin dirigir la palabra, Wolfgang iba por el mal camino.

Salzburgo, 27 de octubre de 1783

La vieja Miss Pimperl gemía de tristeza. ¿Por qué Wolfgang, su preferido, volvía a marcharse? Durante su breve estancia en Salzburgo la había acariciado a menudo, y ella había vuelto a jugar incluso.

A las nueve y media, Wolfgang y Constance se despidieron de Leopold y de Nannerl. El músico tomó por última vez al fox-terrier en sus brazos, temiendo que no podría mimar más a aquella amiga tan fiel, cuya salud se degradaba. No obstante, ignoraba que no tendría ocasión de volver a ver a su hermana, que seguía mostrándose gélida con Constance.

—Sigue trabajando duro —le exigió Leopold.

—Os lo prometo.

La joven pareja llegó a Linz, donde los aguardaba el viejo conde Thun, que los invitó a alojarse en su palacio. El 30 de octubre anunció a Mozart que organizaba un concierto para el 4 de noviembre, cuyo ensayo tendría lugar el día 3 por la noche.

—¿Cuál será el programa? —preguntó el músico.

—Me gustaría mucho una sinfonía inédita.

—¿En tan poco tiempo?

—¿No sois capaz de hacerlo?

—Probémoslo.

Irritado por los aduladores salzburgueses, tan dispuestos a incensar cualquier nueva bobada vienesa, Wolfgang le escribió a su padre para indicarle que detestaba el halago en todas sus formas: «Las golosinas y los lametones no son siempre agradables. Sólo a los tontos y a los asnos puedes imponerte de ese modo. Yo soportaría mejor a un patán que no se ruborizara aliviándose ante mí que dejarme atrapar por tan falsos arrumacos».

Luego, comenzó a trabajar día y noche, y creó una obra grave, meditativa y altiva, no desprovista de optimismo, en la que pasaba revista a ese extraño período que le parecía una puerta entre dos mundos. Así nació la sinfonía Linz[125], de unos cuarenta minutos de duración.

Ante la gran satisfacción del conde Thun, fue interpretada el 4 de noviembre. ¿Cómo había conseguido Mozart, en tan poco tiempo, componer una obra maestra tan larga y sólida?

—Sois un mago —reconoció—. Podemos escucharos, no comprenderos. Este inestimable presente ilumina mi vejez.