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Viena, 17 de junio de 1783
A las dos de la madrugada, Constance sintió los primeros dolores del parto. A las cuatro, Wolfgang mandó a buscar a su suegra y a una comadrona.
Durante el alumbramiento, compuso el minueto del cuarteto en re menor[116], el segundo de la serie de seis que pensaba dedicar a Joseph Haydn, con la esperanza de que la magia de la música les permitiera, a la madre y al niño, salir airosos de aquella difícil prueba.
La obra le habitaba: sombría, violenta, febril a veces, expresaba una encarnizada lucha contra la ansiedad y las tinieblas, revelaba un deseo de libertad, sin la certeza de obtenerla.
Wolfgang no hablaba con nadie, ni siquiera con su padre, de aquellos dos primeros cuartetos de un conjunto que, tal vez, lo llevaba hacia el templo. Sólo Thamos conocía su existencia y lo alentaba a proseguir.
—¡Es un varón! —anunció la comadrona a las seis y media—. Es grande y la mamá se encuentra bien.
La señora Weber, conmovida, besó a su yerno, que acudió a la cabecera de su esposa, feliz y relajada.
—¿Cómo lo llamaremos? —preguntó.
—Te propongo un homenaje a nuestro abuelo Reimund, al que añadiremos Leopold, puesto que mi padre quiere ser el padrino.
Aquel mismo día, Reimund Leopold fue llevado a la iglesia para ser bautizado, y la joven pareja agradeció a Dios que le concediera su bendición.
Viena, 5 de julio de 1783
El 21 de junio, Wolfgang respondió agriamente a su padre, que acababa de ponerse en contacto con Varesco, convencido del fracaso de una nueva obra cantada de Mozart: «Que el señor Varesco dude del éxito de mi ópera me parece muy ofensivo. Puedo asegurarle que su libreto no tendrá ciertamente éxito si la música no es buena, pues la música es el elemento esencial de una ópera. Así pues, tendrá que modificar y refundir las cosas, tanto y tan a menudo como yo quiera. Por lo que se refiere al pequeño Reimund Leopold, está perfectamente bien. Hace de todo y en abundancia: beber, dormir, gritar, babear, cagar y todo lo demás».
Un incidente reciente irritaba al compositor. Aunque Aloysia Lange hubiera cantado dos melodías[117] compuestas para ella e intercaladas en una ópera de Anfossi[118], su amigo Adamberger, en cambio, no había podido interpretar la suya[119] a causa de una furtiva intervención de Antonio Salieri. ¿Por qué aquel cortesano lleno de celo, rico y célebre, la tomaba con él y se mostraba, a la vez, mezquino y envidioso?
Wolfgang soñaba con una ópera, hasta el punto de modelar aquellas melodías para insertarlas en la obra de un colega. ¿A quién dirigirse para obtener, por fin, un libreto apasionante, gracias al cual poder expresarse plenamente?
—El abad Da Ponte quisiera hablar con vos —le avisó su asistenta.
Wolfgang, sorprendido, no creía ver de nuevo al libretista oficial de la corte.
Persuasivo y risueño, Da Ponte parecía siempre orgulloso de sí mismo.
—Me pedisteis una idea, querido Mozart. ¡Aquí está! He tenido que tomar un poco de mi valioso tiempo, pero he encontrado un tema agradable: Lo sposo deluso, El esposo decepcionado. Evoco la rivalidad entre tres mujeres que desean al mismo amante. Excitante, ¿no? Esta ópera bufa encantará a los vieneses. Bueno, tengo prisa. Os dejo este esbozo, lo estudiáis y lo discutimos. Hasta pronto.
Ni la historia ni el modo en como estaba tratada interesaron a Wolfgang. ¡Ésa era, pues, la inspiración de Da Ponte! Decepcionado, le escribió a su padre: «Me disteis, sobre la ópera, un consejo que yo mismo me había dado ya. Puesto que trabajo lentamente, de buena gana, y me gusta dominar mi tema, no he querido comenzar demasiado pronto. Un poeta acaba de proporcionarme un libreto que tal vez acepte, si él consiente en adaptarlo a mi conveniencia».
Viena, 27 de julio de 1783
—Pareces nervioso —observó Constance.
—Aún dudo.
—¡Hay que partir, Wolfgang! Le has confirmado nuestra llegada a tu hermana, he colocado a nuestro hijo con una nodriza y el equipaje está listo.
El compositor se sentía incómodo.
—Salzburgo… Me trae tantos malos recuerdos, tanta tristeza, y además está ese príncipe-arzobispo, que va a encarcelarme.
—¿No te ha tranquilizado tu padre?
—Afirma que el gran muftí no intervendrá. Pero ¿tiene base alguna tanto optimismo?
—Estoy segura de ello.
—Partamos, entonces.
Salzburgo, 31 de julio de 1783
A un lado, Wolfgang y Constance. Al otro, Leopold y Nannerl. El hielo era tan grueso que nadie se aventuraba a romperlo. El odio y el despreció de Nannerl impedían a Constance pronunciar la más mínima palabra. Los mudos reproches de Leopold obligaban a su hijo a callarse.
La vieja Miss Pimperl, que dormía veinte horas al día, desbloqueó la situación. En el colmo de la felicidad, la hembra de fox-terrier saltó a los brazos de Wolfgang para explorar los bolsillos de su levita, buscando tabaco español.
Sonrieron por fin y se dijeron unas palabras de bienvenida.
—Papá —dijo Wolfgang con voz temblorosa—, ésta es mi esposa. Soñaba con besaros, y también a mi queridísima hermana.
La atmósfera se relajó un poco. Sólo Nannerl siguió mostrándose marmórea.
—No os aburriréis en Salzburgo —prometió Leopold—. Comenzaremos celebrando el santo de mi hija y bebiendo un buen vaso de ponche, luego cenaremos con nuestros amigos músicos, jugaremos a los dardos y pasearemos por el campo.
Finalmente, padre e hijo se dieron un largo abrazo, contentos de volver a verse. Luego, Leopold aceptó besar a su nuera, mientras Nannerl permanecía distante, decidida a no dirigir nunca la palabra a aquella intrigante. ¿Acaso el principal culpable de aquella mala boda, que mancillaba el nombre de los Mozart, no era su propio hermano?