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Viena, 15 de febrero de 1783
La jornada había comenzado muy mal, puesto que Johann Thomas Trattner, impresor-librero y marido de una de las alumnas de Mozart, exigía que le devolviera un préstamo. Como sufría un pequeño apuro financiero debido al coste de la copia de sus tres conciertos para piano, cuya suscripción, de tarifa demasiado elevada, era un fracaso, Wolfgang fue a casa de la baronesa Waldstätten, que le concedió de inmediato su ayuda.
De regreso en su casa, fue abordado por el barón Wetzlar, su propietario.
—Necesito recuperar mi apartamento y os he encontrado otro alojamiento: La Salud del Ángel[104]. Es más pequeño, pero cómodo y bien situado. Yo os pagaré el traslado y tres meses de alquiler.
Ante tanta buena voluntad, Wolfgang aceptó. Se trasladaría a la mañana siguiente, día en que el Burgtheater volvía a representar El rapto del serrallo.
Pese a la fatiga y las preocupaciones debidas al cambio de domicilio, Wolfgang escribió a su padre para pedirle la partitura de Thamos, rey de Egipto, con la que había soñado toda la noche: «Me enoja mucho no poder utilizar la música que escribí para Thamos. La obra, puesto que no tuvo éxito, ha quedado relegada entre las desacreditadas. ¡Realmente es una lástima!».
Tal vez la cofradía de los sacerdotes y sacerdotisas del sol le abrirían, pronto, una nueva puerta. Como el egipcio le había predicho, ninguna de sus obras pasadas sería inútil. Poco a poco, el trabajo realizado iba tomando sentido.
Weimar, 20 de febrero de 1783
Johann Joachim Christoph Bode triunfaba. No sólo implantaba en Weimar una pequeña «colonia» de Iluminados, sino que reclutaba también a dos ilustres adeptos, el duque Carlos Augusto en persona y su ministro escritor, Goethe. El primero se llamaba Esquilo y el segundo Abaris. Naturalmente, Bode les prometió que accederían rápidamente a los grados superiores, y se lanzó a un discurso que exaltaba la grandeza del hombre libre y la necesidad de modificar las mentalidades acabando con las esclerosis del pasado.
Goethe y el duque Carlos Augusto aceptaban la crítica de cierta iglesia y de cierta aristocracia descarriada. Luchar contra la ignorancia, combatir la corrupción y la incompetencia les parecía necesario, siempre que el combate se librara en el terreno de las ideas y que no se utilizara la violencia.
Bode no deseaba nada más. Fascinado por la personalidad de sus augustos interlocutores, les aseguró que ése era el pensamiento de Adam Weishaupt, el fundador de la Orden de los Iluminados, a quien esperaba un brillante porvenir.
Munich, 21 de febrero de 1783
Carlos de Hesse decidió hacer una peregrinación a Ingolstadt para hablar con el profesor Adam Weishaupt, cuyas cualidades alababan algunos francmasones. Según sus informadores, el fundador de esta nueva rama masónica no se oponía al cristianismo.
Si los Iluminados, en pleno desarrollo, querían aliarse con la Estricta Observancia, Carlos de Hesse contemplaría ciertas concesiones sin alterar la vía mística que llevaba a Jesucristo.
Al principio, el príncipe creyó que el ritual iba en esta dirección. Luego, cuando le fueron comunicados los «Pequeños Misterios», comprendió que el verdadero objetivo de Weishaupt era la destrucción de la Iglesia.
Furioso, apostrofó al fundador de los Iluminados:
—¡Sois un hombre peligroso y perverso!
—Hermano mío…
—Sobre todo, no me llaméis así, pues nada tenemos en común. Yo soy discípulo del Señor y conduzco hacia Él una orden que respeta sus mandamientos. ¡Vos sois secuaz de Satán! La Estricta Observancia combatirá con todas sus fuerzas a los Iluminados.
A Weishaupt no le alegraba ese fracaso. Le habría gustado hacer de Carlos de Hesse uno de sus aliados privilegiados, su portavoz incluso. Consumada la ruptura, tendría que resignarse a presenciar la agonía de la francmasonería templaria, anticuada y corroída por las creencias cristianas.
Viena, 25 de febrero de 1783
Wolfgang tuvo por fin ocasión de hablar largo y tendido con Joseph Haydn, que acababa de superar los cincuenta pero seguía siendo un músico-lacayo al servicio del príncipe Esterházy.
—Os felicito por vuestro valor, Mozart. Ser independiente siempre me ha parecido imposible.
—Vos tenéis la suerte de servir a un buen dueño que os concede muchas libertades. Yo era esclavo de un tirano. Si no hubiera roto mis cadenas, habría muerto para la música.
—Lo que he oído de vos me complace infinitamente.
Procediendo de Haydn, semejante cumplido ruborizó a Wolfgang.
—Vuestros últimos cuartetos me han conmovido —reconoció—, y los estudio para perfeccionarme.
—Sobre todo, no os subestiméis, Mozart. Pese a vuestra juventud, vuestro profundo conocimiento de múltiples formas musicales es del todo sorprendente. Espero que estéis preparando una nueva ópera. El autor de El rapto del serrallo no debe detenerse en tan buen camino.
Wolfgang habló de sus proyectos, a excepción de los seis cuartetos que iba a dedicar a Joseph Haydn. Los dos músicos almorzaron juntos, bebieron un excelente vino blanco en perfecta armonía con una trucha de los Alpes ahumada y bromearon al evocar a los hipócritas cortesanos y a los intérpretes ineptos.
Entre ellos nació una amistad profunda, basada en la recíproca estima y el amor por una música capaz de elevar el alma. Sentían las mismas exigencias creadoras y el mismo deseo de modelar obras rigurosas y cinceladas, al modo de un artesano que conseguía unir el espíritu y la mano.
Viena, 4 de marzo de 1783
La víspera, Wolfgang había escuchado un cuarteto de cuerda tocando su partitura burlesca para una pantomima de carnaval[105], mientras se disfrazaba de Pantalón y daba la réplica a Aloysia Lange, vestida de Colombina y seducida por Arlequín. Como de costumbre, el baile de máscaras organizado en la gran sala del Reducto reunía al Todo-Viena, y la gente se divertía sin contenerse.
Aquella mañana, un decreto imperial disipó brutalmente los ecos de la fiesta: la Ópera alemana de Viena quedaba disuelta. Dicho de otro modo, se había acabado lo de componer un Singspiel y lo de tratar un argumento al modo de El rapto del serrallo. Wolfgang tiró a la papelera su proyecto, muy avanzado ya.
La condesa Thun, desolada, le comunicó las razones de aquella decisión. El compositor Antonio Salieri, que sólo apreciaba las óperas italianas, había logrado convencer al emperador de que renunciara a la tendencia alemana, desprovista de porvenir.
Una vez más, la condesa deploró la falta de carácter de José II, demasiado influenciable. ¿Por qué prestaba oídos a los mediocres y a los aduladores?