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Viena, 10 de noviembre de 1782

Ignaz von Born toma inquietantes iniciativas —le reveló Geytrand a Joseph Anton—. Según mi informador, el hermano Angelo Soliman está reuniendo a un pequeño número de maestros incitándolos a descifrar el lenguaje de los símbolos.

—¿No ocultará ambiciones políticas, esa cortina de humo?

—¡De ningún modo, señor conde! Von Born es un idealista que cree realmente en la dimensión espiritual de la francmasonería, más allá de ideologías y doctrinas.

—Si este grupúsculo se consagra a la búsqueda esotérica, ¿por qué amenaza al poder establecido? Ignaz von Born me tranquiliza, y le deseo un éxito pleno y total. Sobre todo, que confine a los francmasones en sus logias y los ate a sus símbolos.

—No creo que este paso sea insustancial. Podría formar espíritus fuertes, rebeldes a cualquier autoridad.

Joseph Anton no desdeñó la observación de Geytrand, que no podía confesarle hasta qué punto lamentaba no participar en semejante aventura. Y su amargura le dictaba aquella conducta: destruir las logias deseosas de vivir los grandes misterios.

—Sigue al tal Ignaz von Born pisándole los talones —ordenó Anton—. Si da un paso en falso, avisaré al emperador.

Viena, 4 de diciembre de 1782

El torbellino proseguía: la víspera, Wolfgang y Constance se habían trasladado a un nuevo apartamento, en el tercer piso de una mansión perteneciente al barón Wetzlar y, aquella noche, Mozart tocaba en casa de uno de los personajes más conocidos de la aristocracia vienesa, el príncipe Galitzin. Su palacio de la Krugerstrasse solía recibir a músicos para presentarles a eminentes personalidades del mundo cultural.

—¡Soy feliz teniéndoos en mi casa! —le dijo a Wolfgang con una amplia sonrisa—. Vuestro Rapto del serrallo es una maravilla, y vais a ofrecemos muchas obras magníficas, ¡estoy seguro! Ahora guardaremos silencio y os escucharemos.

Tantas melodías cantaban permanentemente en la cabeza del compositor, a quien no le costó en absoluto desarrollar unas variaciones de tanta riqueza que el auditorio quedó subyugado. El apoyo incondicional del príncipe Galitzin consagraba a Mozart como uno de los compositores favoritos de los vieneses.

En un rincón de una de las once grandes estancias del palacio, Wolfgang descubrió a dos hombres discutiendo: el influyente intendente de espectáculos y… ¡Thamos!

Dudoso primero, finalmente se acercó.

—Venid, querido Mozart —recomendó el egipcio—. El conde Franz Xaver Rosenberg Orsini desearía hablaros de un proyecto.

—¿No os apetecería, por casualidad, escribir una ópera italiana? —preguntó el intendente—. Tras el éxito de vuestra ópera alemana, una obra como ésa os ganaría un público más amplio aún.

—La idea me seduce —reconoció Wolfgang—, pero necesito un excelente libreto.

—La corte no carece de poetas de talento.

Tras las banalidades de costumbre referentes a la vida mundana, el conde Rosenberg Orsini se encargó de los notables.

Mozart quedó solo con el egipcio.

—¿Desaprobáis mi boda y mi intento de conquistar Viena?

—Siempre que no olvides lo esencial, ¿por qué voy a condenarte?

—Vuestras ausencias me turban. No dudéis de que busco el camino que lleva al templo de los sacerdotes del sol.

—Aquí, en Viena, se decide tu destino. De momento, no te las arreglas tan mal. Fundar una familia y convertirte en un músico apreciado son arduas tareas que exigen mucha energía.

—Sólo la música me guía, bien lo sabéis, y no caeré en la trampa de una gloria pasajera.

—Trampa mortal, no lo dudes.

—Aunque mis últimas composiciones cedan ante el brillo, no renuncio a mi verdadera búsqueda ni a las enseñanzas de Johann Sebastian Bach. Integrarlas en mi propio pensamiento requerirá tiempo aún.

—Sé, a la vez, paciente e impaciente, y no te extraviarás.

—¡De nuevo el filo de la espada!

—Algún día vivirás plenamente este símbolo, lo espero.

Weimar, 10 de diciembre de 1782

Tras el cierre de la famosa logia Amalia, ¿cómo iban a reaccionar sus ilustres miembros, como Goethe, tan orgulloso por haber sido ennoblecido el 10 de abril y tratar con la aristocracia, o como Bode, una de las figuras punteras de la Estricta Observancia templaria, moribunda tras el convento de Wilhelmsbad?

Thamos esperaba que algunos hermanos aprovecharan aquella peripecia para reconstruir el templo librándose de las escorias del pasado.

Se desilusionó.

En vez de elegir la investigación simbólica, los francmasones de Weimar accedieron a lo que subsistía de la «Orden interior» de la Estricta Observancia y se complacieron celebrando ceremonias tan pomposas como vacías. Sólo contaban el aparato, el decoro, los ropajes suntuosos y los títulos rimbombantes.

Femando de Brunswick y Carlos de Hesse no tenían ni el valor ni el deseo necesarios para invertir la tendencia. Conservadores empantanados en sus anticuadas prerrogativas, los francmasones de obediencia templaria se limitaban a su sueño roto.

Viena, 31 de diciembre de 1782

«Para obtener el éxito —afirmó Wolfgang en una carta dirigida a su padre—, hay que escribir cosas tan comprensibles que un cochero podría luego cantarlas, o tan incomprensibles que gusten precisamente porque ninguna criatura razonable puede comprenderlas», y se mantuvo en la línea de conducta ya expresada: no preocuparse por la alabanza ni la condena de nadie, y confiar sólo en sus sentimientos. Le habría gustado escribir, pero no con su nombre, un librito de crítica musical con algunos ejemplos. Pero no, ¡tenía una idea mejor!

Con un nuevo concierto para piano[93] terminado ya, Wolfgang volvió a pensar en su última entrevista con Thamos. Basta ya de brillo, basta ya de seducción. Como nueve años antes, confió sus exigencias al cuarteto de cuerda[94], eligiendo la tonalidad de sol mayor, que lo hizo muy sombrío. En Salzburgo, había descartado ese género musical. Escuchar las recientes obras de Haydn le había incitado a regresar a él, con su propio lenguaje que había madurado ya.

Desde el comienzo, Wolfgang divisó un largo y laborioso esfuerzo. Detalle insólito, tachó mucho, se corrigió, volvió hacia atrás y alimentó su música con sus propios interrogantes.

¿De qué le servirían el éxito y la fortuna si Thamos no le abría la puerta del templo? ¿Conseguiría hacer de su obra, de su vida y de su búsqueda espiritual una verdadera unidad?

Pese a previsibles dificultades, el compositor decidió modelar una serie de seis cuartetos que dedicaría a Joseph Haydn. Puesto que no se trataba de un encargo y quería explorar múltiples senderos, Wolfgang se tomaría el tiempo necesario. A lo largo de los siguientes meses, el arte del cuarteto le serviría de guía hacia un nuevo horizonte, desprovisto de concesiones.