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Viena, 6 de agosto de 1782

Pongo en ti mi esperanza, amada esposa», cantó Wolfgang a Constance, componiendo una melodía de soprano[84] en la luminosa tonalidad de do mayor.

Aquélla era la mañana más feliz de su existencia, y aquella felicidad no tenía nubes, pues, la víspera, había recibido por fin el consentimiento de su padre, muy impresionado por la ayuda y la protección que procuraba a la joven pareja «la alta y buena dama Waldstätten», de la que Leopold oía hablar muy bien. Puesto que una baronesa de Viena aprobaba el matrimonio, él deponía las armas.

El éxito confirmado de El rapto del serrallo, el amor de Constance, la reconciliación con su padre, una carrera prometedora… El cielo satisfacía todos los deseos de Wolfgang, que, sin embargo, aguardaba con impaciencia ver de nuevo a Thamos.

El Rapto no era un final, sino un punto de partida. Sabiéndose capaz de dominar el tan complejo arte de la ópera, deseaba encontrar el camino del templo de los sacerdotes y sacerdotisas del sol. Pero ¿cómo lograrlo, sin la ayuda del egipcio?

—Pareces preocupado —observó Constance.

—No, saboreo la suerte que tenemos de vivir juntos. Y voy a dar gracias a Dios cumpliendo mi promesa: ofrecerte una misa. Se tocará en Salzburgo cuando mi padre y mi hermana nos reciban.

—¿Crees que acabarán aceptándome?

—Vas a seducirlos, ¡estoy seguro!

Salzburgo, 7 de agosto de 1782

La sinfonía Haffner sorprendió a Leopold, que esperaba una obra galante y absolutamente divertida. Pero su hijo había cambiado mucho. En numerosas ocasiones, la obra rompía el yugo de las convenciones.

Aquí y allá, algunos accesos de revuelta contra aquel detestado Salzburgo y sus bien pensantes, tan aferrados a su rutina. El andante parecía casi apacible, pero el presto recuperaba el canto de victoria del guardián del serrallo, Osmin, perfecta encamación del gran muftí Colloredo. Ilusoria victoria, puesto que al final era derribado y ridiculizado.

—Tu hermano no es ya el mismo —le dijo Leopold a Nannerl—. Espero que consiga controlarse y se introduzca en la buena sociedad.

—Esa Constance ejerce sobre él una mala influencia. Nunca deberíais haberles dado vuestro consentimiento. Wolfgang habría renunciado a ese desastroso matrimonio.

—No, estaba firmemente decidido, y la vigilancia de la baronesa Waldstätten me tranquiliza.

—Pues a mí no —lo interrumpió Nannerl—. Mi hermano es un ser fantasioso que no tiene sentido de la realidad. Esa unión no durará mucho tiempo, Wolfgang fracasará en Viena y volverá aquí, con la cabeza gacha.

Viena, 8 de agosto de 1782

Wolfgang se levantó sin hacer el menor ruido y redactó una nota que colocó junto al lecho: «¡Buenos días, mujercita mía! Deseo que hayas dormido bien, que nada te haya molestado, que no te cueste levantarte, que no te resfríes, que no debas enfadarte con los criados. Reserva los enojos para cuando yo regrese».

Qué felicidad dar un paseo a caballo hasta los arrabales de Viena a las cinco de la madrugada. Wolfgang aprovechaba aquel estío encantador y el inmenso espacio de creación que se abría ante él. El reconocimiento de Gluck lo entronizaba como un auténtico compositor, y sus detractores ya no levantaban la voz, a excepción de la crítica «autorizada». Tendría que aprender a soportar la envidia, la maldad y la estupidez de individuos estériles cuya única ocupación consistía en denigrar la obra de los demás.

Lo verdaderamente importante era expresar con música las armonías celestiales que evocaba la Cábala y que los iniciados a los Grandes Misterios conocían.

Viena, 17 de agosto de 1782

El barón Gottfried van Swieten se impacientaba. Ciertamente, al ofrecer a Mozart la revelación de las importantes obras de Johann Sebastian Bach, contribuía a la formación del Gran Mago. Y su posición de jefe de la censura le daba acceso a gran cantidad de expedientes y documentos. En caso de peligro, avisaría a sus hermanos.

Pero el barón seguía sin encontrar la menor pista que llevara al servicio secreto encargado de espiar a los francmasones. Ni el jefe de la policía ni el ministro del Interior parecían conocer su existencia. Naturalmente, podían mentir con esa seguridad de los políticos que ni ellos mismos sabían dónde estaba la verdad.

Nadie parecía poner en peligro la existencia de las logias vienesas, preservadas de las convulsiones que intentaría apaciguar el convento de Wilhelmsbad, del que Van Swieten esperaba decisiones positivas.

Tal vez ese servicio secreto, tan invisible, sólo existiera en sus pesadillas.

La condesa María Wilhelmine Thun se aproximó al barón.

—Hermosa velada mundana, ¿no es cierto? Sólo nos falta la música de Mozart.

—El éxito de El rapto del serrallo me alegra en alto grado. Helo aquí reconocido como uno de nuestros más brillantes músicos.

—Sí y no —dijo la condesa—. A pesar de mis intervenciones y de las vuestras, el emperador José II no le concede un puesto oficial en la corte, que lo liberaría de cualquier preocupación material y le permitiría componer con toda seguridad.

—José II practica una política de economía y se niega a cargar el presupuesto del Estado —recordó Van Swieten.

—Cuando se tiene la suerte de conocer a un ser excepcional, ¿no es prioritario ocuparse de él? Al emperador le falta lucidez, se rodea de hombres mediocres y deja escapar a la gente de talento. Al final, esa ceguera lo llevará a una catástrofe. ¡Quien desdeña a un Mozart no puede gobernar correctamente un imperio!