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Viena, 20 de julio de 1782
El convento de Wilhelmsbad se anuncia como un verdadero desastre —declaró Geytrand, casi con alegría.
—¿Tenéis informaciones fiables? —preguntó Joseph Anton, escéptico.
—He comprado a dos delegados cuyos informes comparo. Desde el primer día, los enfrentamientos fueron violentos.
—¿Consigue el Gran Maestre dominar a sus oponentes?
—De momento, sí. Los Iluminados de Baviera cometieron el error de desvelar, de buenas a primeras, sus posiciones radicales, que toparon con la mayoría de los hermanos.
—¿Qué quieren esos excitados?
—Una revolución, señor conde. Destruir la Iglesia, y la realeza se convierte en el primer objetivo de la francmasonería.
—¿Y qué dice el Gran Maestre?
—Desaprueba formalmente esta línea de conducta, y la mayoría de los hermanos lo siguen.
—Dicho de otro modo, los Iluminados van a fracasar.
—Los debates sólo están comenzando.
—¿Has identificado a sus dirigentes?
—El convento nos permitirá progresar. Ya puedo citar los nombres de Adolfo von Knigge y de Von Dittfurth.
—Aunque esa corriente fracase, no se extinguirá —consideró Joseph Anton.
—Bode está dispuesto a abandonar la Estricta Observancia para ayudar a los Iluminados a desarrollarse —precisó Geytrand.
—El peligro se concreta, pero es necesario reforzar el expediente antes de presentarlo al emperador. Exigirá pruebas y documentos irrefutables antes de atacar a esos intelectuales que sueñan con cambiar el mundo.
Viena, 26 de julio de 1782
Mientras Wolfgang acababa de instalarse en el Sable Rojo[81] y aquella noche volvía a representarse El rapto del serrallo, Constance llegó llorando.
—¡No puedo seguir en casa de mi madre! Vuelve a estar borracha y amenaza con pegarme.
Él la estrechó en sus brazos.
—No volverás a tu casa. Te llevaré a la de la baronesa Waldstätten.
—Mi madre hará que la policía me busque y te acusará de corrupción de menores.
—Tranquilízate, nuestros amigos nos defenderán.
—¡Se volverá loca de rabia!
—Resistiremos.
La baronesa Waldstätten acogió a la pareja con su amabilidad habitual, y el relato de Constance hizo que se le pusieran los pelos de punta.
—Tranquilizaos, querida niña. Ni vuestra madre ni la policía cruzarán el umbral de mi morada. Haré saber que os concedo mi hospitalidad, y nadie os molestará.
—¡Me gustaría tanto estar casada!
—Ya no tendrás que esperar mucho más —prometió Wolfgang—. Mañana mismo escribiré de nuevo a mi padre para suplicarle que me dé su conformidad.
Viena, 30 de julio de 1782
Las representaciones del 27 y del 30 no habían sido perturbadas por la pandilla de oponentes a Mozart. El rapto del serrallo se convertía en un éxito, y su autor accedía al rango de compositor respetado.
En cambio, la última carta de su padre lo hirió profundamente. Por un lado, seguía negándole su consentimiento; por el otro, apenas reconocía su éxito vienés.
Retomando la pluma, le reprochó a Leopold su indiferencia y su frialdad. Luego, por última vez, imploró que le permitiera unirse en matrimonio con Constance Weber, añadiendo que, de todos modos, aquella boda se celebraría.
Wolfgang no podía hacer esperar más a su prometida, cuya situación era insostenible. ¿Por qué su padre impedía su felicidad y no se alegraba del creciente éxito de El rapto del serrallo?
El músico no osaba pensar en una envidia profesional. Apartando esa horrenda idea de su mente, se dirigió a casa de la baronesa Waldstätten para anunciarle a Constance que muy pronto vivirían juntos, a plena luz, como marido y mujer.
Viena, 4 de agosto de 1782
El día 2 volvió a representarse el Rapto, que fue muy aplaudido. Wolfgang y su prometida recibieron la comunión en los teatinos[82], tras haberse confesado. El 3, Mozart mandó a su padre el final de la sinfonía Haffner y firmó su contrato de matrimonio. El 4, la pareja entró en la catedral de San Esteban para celebrar allí su unión ante Dios.
—¿Has recibido el consentimiento de tu padre? —se preocupó Constance.
—Por desgracia, no.
—¿Y no corres el riesgo de pelearte con él?
—Piensa sólo en nuestra alegría, querida. Estamos hechos el uno para el otro y Dios, que lo ordena todo y, por consiguiente, también esto, no nos abandonará.
Constance, Wolfgang y sus testigos no pudieron contener las lágrimas. Ambos esposos eran conscientes de comprometerse a formar una familia.
—Yo os ofrezco la comida de boda —declaró la baronesa Waldstätten.
El ágape fue acompañado por un inesperado regalo: la sublime serenata en si bemol[83] de Mozart para doce instrumentos de viento y un contrabajo, la obra que tanto había conmovido a Thamos.
¿Dónde estaba éste en momentos tan importantes? Wolfgang lo habría elegido, de buena gana, como testigo, pero sin duda el egipcio tenía algo más importante que hacer. ¿Conversaba con los sacerdotes del sol, contribuía a moldear una sabiduría sin la que el mundo sería inhabitable?
Constance era feliz. Sus hermosos ojos negros expresaban una confianza y una ternura que Wolfgang jamás traicionaría. Gracias a ella, llevaría una vida tranquila y armoniosa, lejos de los excesos de la pasión, tan perjudicial para la verdadera creación. Trabajar con ahínco resultaba indispensable, el exceso y los tormentos no llevaban a ninguna parte.
¿Sabría unir su canto interior al rigor de Johann Sebastian Bach, el impulso hacia la luz al dominio de cada nota? Constance comprendía su ideal y lo compartía. Ponderada, razonable, le concedía un inestimable presente: la paz del alma y del corazón, indispensable para el equilibrio gracias al cual edificaría su obra.