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Wilhelmsbad, 15 de julio de 1782
En cuanto se abrió el convento, dos Iluminados de Baviera iniciaron las hostilidades. Ante los delegados llegados de toda Europa y que representaban múltiples tendencias, Adolfo von Knigge afirmó: «Este mundo no está hecho para filosofar, sino para actuar», y Von Dittfurth atacó con rara violencia a los místicos cristianos, culpables de desnaturalizar la Estricta Observancia. ¿No era preciso, a fin de cuentas, oponerse a los poderes y a los privilegios de los aristócratas, hacer que estallara una sociedad inmóvil, promover un humanitarismo igualitario y librarse de las supersticiones religiosas?
Estos discursos fueron muy mal acogidos, salvo por Bode. De nuevo, éste acusó a los jesuitas de haber echado mano a la francmasonería.
Tras aquella primera escaramuza, que generó un clima espantoso, Bode se acercó a los Iluminados y decidió adherirse al movimiento que correspondía, de lleno, a sus ideales. La revolución estaba en marcha.
—¡Ya veis —le dijo Bode a Thamos—, avanzamos!
—Al parecer, el Gran Maestre no ha apreciado mucho las declaraciones de los contestatarios.
—¡Se equivoca gravemente! La Estricta Observancia está lista, sólo los Iluminados darán a la francmasonería un verdadero impulso y el lugar que merece. Venid, pues, con nosotros.
Thamos escuchó atentamente a Adolfo von Knigge, el autor de los rituales de los Iluminados, y se dieron cita para que pudiera descubrirlos.
—La Estricta Observancia se va a pique —afirmó—. La encarnizada competencia entre los sistemas de altos grados, la deserción del duque de Sudermania, los ataques del Rito sueco, los falsos secretos, el profundo descontento de los hermanos… ¡Qué deplorable comprobación! Volvamos la espalda al pasado y comprometámonos, resueltamente, en el porvenir.
—¿Cómo lo veis? —preguntó el marqués de Chefdebien, coronel de cazadores, caballero de Malta y francmasón experto, delegado por la logia francesa de los Filaletes para recabar informaciones.
—No hay entendimiento posible con Willermoz, los rosacruces y demás cristianos más o menos disfrazados. Por su culpa estamos empantanados.
—¿Llegaréis hasta la ruptura?
—Si es necesario, sí.
—¿Y no echaremos mucho en falta sus ritos secretos? —preguntó el marqués.
—¡Tonterías! El único porvenir de la francmasonería son los Iluminados de Baviera —aseguró Von Knigge.
Bajo la autoridad de Femando de Brunswick, que no había sido atacado personalmente aún, se reanudaron los debates.
«¿Quién ganará la iniciación?», se preguntó el egipcio.
Viena, 16 de julio de 1782
Wolfgang había tomado tintura de ruibarbo con alcohol de éter para los espasmos. Pero dicho remedio no evitó que dejara caer la partitura del primer acto de El rapto del serrallo en un charco de lodo, cuando acudía al Burgtheater para dirigir la primera representación de su ópera[78].
El compositor no pensaba en los valiosos cien ducados que la obra iba a suponerle, sino en las múltiples conspiraciones que pretendían derribarlo. El propio emperador había tenido que calmar a ciertos oponentes. Cuando el hombrecillo, pálido y enclenque, de ojos brillantes y nariz larga y fuerte, hizo resonar los primeros compases de El rapto del serrallo, se zambulló en la música.
Aquella noche se jugaba la carrera y, más allá del éxito, su libertad de creador.
Echaba en falta a Thamos el egipcio. En aquellos momentos decisivos, su presencia le habría reconfortado. Pero ¿acaso el destino no le imponía enfrentarse solo a las principales pruebas de su existencia?
Mediado el primer acto se oyeron algunos silbidos; discretos primero, fueron aumentando. Pero finalmente brotaron los bravos y acabaron prevaleciendo.
—Demasiado hermoso para nuestros oídos, mi querido Mozart, y demasiadas notas —comentó José II, que honraba la velada con su presencia.
—Sólo las necesarias, majestad.
El emperador soltó una sonrisita. Decididamente, el músico tenía carácter.
Todos aguardaban con impaciencia la opinión de los críticos que el conde Karl Zinzendorf, observador de la vida cultural vienesa, resumió en una frase: «Esta música es un revoltijo de cosas robadas». ¿Mozart? Un desvalijador cuya ópera era una lamentable imitación de estimables composiciones, como las de Gluck.
Viena, 19 de julio de 1782
La segunda representación de El rapto del serrallo se aproximó al desastre. En ausencia del emperador, el clan anti-Mozart se reforzó, y los silbidos se desencadenaron con tanta mayor rabia cuanto Fischer, el intérprete de Osmin, el guardián del serrallo, cantaba de modo lamentable. Aprobado por el tenor y francmasón Adamberger, tan furioso como él, Wolfgang exigió un nuevo ensayo antes de programar una tercera representación, anunciada como la última.
—¡De ningún modo! —profetizó Adamberger—. Sólo la crítica es mala. Al público, en cambio, le gusta, y funciona muy bien el boca a oído. Si cantamos correctamente nuestros papeles, los que silban se desalentarán.
Impulsado por Wolfgang, el equipo volvió al trabajo. La partida aún no estaba perdida.
Pese a su fatiga y a sus angustias, compuso una extraña serenata[79] para octeto de viento, con la particularidad, única en este tipo de obras, de que respondía al tono grave de do menor. El rigor de Bach se afirmaba en ella, antes de que estallara la alegría final.
Y, además, el joven no podía rechazar la apremiante demanda de su padre, que reclamaba una sinfonía con ocasión de los festejos que celebrarían el ennoblecimiento del burgomaestre Sigmund Haffner.
Aquel regreso a Salzburgo, aunque sólo desde el punto de vista musical, fastidiaba a Wolfgang, pero seguía esperando obtener el consentimiento de Leopold para poder casarse con Constance y se doblegó, pues, a sus exigencias.
Superando su cansancio, prescindió de sus horas de sueño y comenzó a escribir la sinfonía Haffner[80].
¿Comprendería por fin su padre que su hijo lo amaba y lo respetaba, hasta el punto de no casarse sin su acuerdo?