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Viena, 30 de mayo de 1782
Por fin el tercer acto de El rapto del serrallo —exclamó la condesa Thun, encantada de recibir a Wolfgang y a Constance, siempre tan enamorados—. Estoy impaciente por saber cómo terminará esta historia. ¿Las dos parejas, Constanza y Belmonte, Rubia y Pedrillo, escapan a la muerte?
—Creen haberlo conseguido, pero Osmin, el guardián del serrallo, los alcanza y los devuelve al pachá Selim.
—¿Qué castigo les reserva?
—La horca. Entonces, Belmonte revela que su padre, un grande de España llamado Lostados, pagará un enorme rescate para liberarlo.
—¿Y el pachá acepta?
—Lamentablemente, el tal Lostados es el peor enemigo de Selim. Lo persiguió con injusto odio, raptó a su mujer y lo obligó a convertirse en un fugitivo y un renegado.
—¡Qué soberbia ocasión de vengarse, matando a su hijo y a su amada! —apuntó la condesa.
—Constanza no teme el fatal desenlace —afirmó Wolfgang—, puesto que Belmonte está a su lado. «¿Qué es la muerte?», se pregunta. «El camino del reposo. A tu lado, amado mío, es el preludio de la felicidad».
—Vuestra Constanza es una mujer maravillosa, Mozart. Conmoverá a muchos corazones. ¡Salvadla, os lo ruego!
—Deberá su salvación al amor que el pachá siente por ella y al que renuncia cuando admite que Constanza y Belmonte están unidos para siempre. De modo que afirma: «Es un placer mucho mayor responder a una injusticia que se ha sufrido con un beneficio, más que devolver vicio por vicio». Y los cuatro supervivientes concluyen: «Nada es más vil que la venganza. En cambio, ser humano y bueno, perdonar de modo desinteresado, sin resentimiento, en eso es en lo que se reconocen las grandes almas. Quien no lo acepta sólo merece el desprecio».
—Tenéis un corazón puro, Mozart —consideró la condesa Thun—. Que el destino lo preserve de heridas demasiado graves.
—El rapto del serrallo está terminado —indicó Constance—, y me sé de memoria las principales melodías. ¿Cuándo la veremos por fin en un escenario?
—Entre bastidores corren los peores rumores sobre vuestra prometida —reveló la condesa—. Pero el emperador está tan contento de tener por fin una obra alemana, hablada y cantada a la vez, que los ensayos no tardarán en comenzar. Incluso puedo daros una fecha concreta: el 3 de junio, en el Burgtheater.
Weimar, 21 de junio de 1782
Goethe, ascendido a la dignidad de Maestro francmasón desde el 2 de marzo, asistía a una increíble Tenida. Se había adherido a la orden para descubrir los secretos de la iniciación y ahora se encontraba sumido en un jaleo digno de los peores medios políticos.
Sin creer lo que veía y oía, Goethe soportaba el violento altercado entre Bode y un dignatario acerca del objetivo real de la francmasonería.
—¡Basta ya de discursos vacíos y palabras inútiles! —atronaba Johann Joachim Christoph Bode—. ¿Cuándo comprenderéis por fin que los jesuitas gangrenarán la francmasonería? Afortunadamente, Zinnendorf murió el 6 de junio pasado, al inaugurar los trabajos de su logia[76], y su Rito cristiano desaparece con él.
—¡Escandalosas palabras, indignas de un hermano! —protestó su oponente.
—La indignidad consiste en inclinamos ante los dogmas católicos negándonos a pensar por nosotros mismos —prosiguió Bode—. ¿Hombres libres, los francmasones? ¡Menudo chiste!
El Maestre de la logia dio un manotazo sobre la mesa.
—Nuestros trabajos quedan suspendidos. Que los hermanos se retiren en paz.
Viena, 25 de junio de 1782
—La logia Amalia de Weimar acaba de cerrarse —anunció Geytrand a Joseph Anton—. No se ha fijado fecha de reapertura.
—¿Cuál es la causa de este seísmo?
—Las incendiarias declaraciones de Bode.
—¡Ese excitado es un verdadero Atila! Deseemos que visite el máximo de logias. Después de su paso, ya sólo quedarán ruinas.
—Todos los francmasones esperan con impaciencia el convento de Wilhelmsbad —precisó Geytrand—. Los participantes tendrán que definir la naturaleza y los objetivos de su orden.
—Fernando de Brunswick quiere restaurar el Temple, que se agrieta por todas partes. A mi entender, no se tratará de una reunión más, sino de un verdadero cambio.
Viena, 1 de julio de 1782
—Tú, querida Constance, cantarás la parte de soprano; tú, amigo Jacquin, la de bajo, y yo, la de tenor.
El trío interpretó la obra burlesca de Wolfgang, La pequeña cinta[77], que evocaba un pedazo de tela perdido que dos esposos buscaban explicando su doloroso problema a un amigo comerciante, que podía procurarles tanta como quisieran. Afortunadamente, los enamorados encontraban su valioso bien.
Cuando terminaron, los tres intérpretes rompieron a reír.
Thamos el egipcio había encargado a su hermano Jacquin que distrajera a Wolfgang, que tenía los nervios a flor de piel. Aun convencido de haber escrito una ópera agradable y seria, a la vez, ¿cómo reaccionarían los melómanos y la crítica?
Otra preocupación obsesionaba al compositor: su boda. Leopold seguía negándose a enviarle su consentimiento y Constance, con admirable firmeza de ánimo, seguía soportando el mal carácter de su madre.
Cuando Jacquin se fue, Wolfgang abrazó a su prometida.
—Si tu padre me rechaza —murmuró ella—, ¿renunciarás a nuestra boda?
—¡Claro que no! Antes de fin de año, estaremos unidos ante Dios.
La hermosa sonrisa de Constance conmovió a Wolfgang.
—¿Prescindirás de su consentimiento?
—Si se obstina, sí. Y pronuncio un solemne voto: si Leopold nos recibe en Salzburgo como marido y mujer, haré que se cante allí una misa en tu honor.