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Viena, 29 de abril de 1782

El drama estalló, tan imprevisible como sorprendente.

Mientras Constance y Wolfgang participaban en un baile, olvidando sus preocupaciones, la joven, que se había alejado de su pareja, dejó que un desconocido le atara una cinta a la pantorrilla.

El escándalo provocó la cólera de Wolfgang. Si aquel bribón hubiera insistido, él habría intervenido.

Constance, su dulce Constance… ¿Cómo osaba comportarse así?

—Querida, tu conducta no me parece apropiada.

—Apropiada… ¿Qué estás imaginando?

—No imagino nada, lo he visto todo.

—Pues no había nada que ver.

—No vuelvas a actuar así, te lo ruego.

—Tus reproches me hieren gravemente, Mozart. ¡No pienso hablarte más!

Constance huyó. Wolfgang, petrificado, no pudo moverse.

¡Qué horrenda tontería acababa de cometer! Por sus estúpidas sospechas iba a perder a su futura esposa.

Desamparado, le escribió de inmediato: «¡Ve, por esto, cuánto te amo! No me comporto como tú, yo pienso, reflexiono y escucho los sentimientos. Quiero poder decir de ti: he aquí la amada virtuosa, celosa de su honor, razonable y fiel, del honesto y benevolente Mozart».

Inquieto, fue de un lado a otro ante el Ojo de Dios, la casa Weber.

Dos veces se abrió la puerta y salieron por ella algunos inquilinos, que lo saludaron.

La tercera vez apareció Constance.

—¿Me perdonas?

Ella sonrió.

—Está bien, pero no seas tan posesivo y concédeme tu confianza.

Wolfgang estrechó con ternura a Constance en sus brazos.

De regreso a su casa, compuso una fantasía para piano en re menor[73], trágica al comienzo, alegre al final.

Viena, 7 de mayo de 1782

Tras un encarnizado trabajo sobre el libreto, en compañía de Thamos, Wolfgang tocó el segundo acto de El rapto del serrallo en casa de la condesa Thun, que escuchó con gran atención.

Rubia, la sirvienta inglesa de Constanza, la heroína encarcelada en el serrallo del pachá Selim, rechazaba las proposiciones del odioso Osmin, el guardián del harén. Temeraria, ella le recordaba que a una mujer no se la seducía por la fuerza. Y Wolfgang hacía que la hermosa inglesa proclamase su regla de vida: «Un corazón nacido para la libertad nunca se deja tratar como esclavo, y aunque haya perdido su libertad, conserva aún el orgullo y se ríe del universo».

No contenta con rebelarse así contra la desgracia y la servidumbre, Rubia se reía en las narices de Osmin y se prometía, incluso, intervenir para que el pachá lo castigara. Y si era necesario, le sacaría los ojos al torturador.

La condesa Thun, muy impresionada, compartió la angustia de Constanza, cuyo porvenir parecía muy sombrío. «Suplicios de toda clase pueden aguardarme —afirmaba la heroína—, me río de las torturas y los sufrimientos, nada puede conmoverme. La muerte, por fin, me liberará».

Ópera alemana, medio cantada, medio hablada, ese Singspiel adoptaba un extraño aspecto. Afortunadamente, el pachá admiraba el firme carácter de Constanza e ignoraba los proyectos de fuga de Belmonte, decidido a salvar a su amada, su sirvienta Rubia y su servidor Pedrillo, que conseguía emborrachar a Osmin. El mahometano descubría el maravilloso sabor del vino, sin advertir que contenía un narcótico.

¡Las dos parejas se reunían por fin! Pero Belmonte y Pedrillo eran presa de una angustia: ¿habrían cedido Constanza y Rubia a sus carceleros?

Ambas mujeres se indignaban: «¡Es insoportable que los hombres alberguen dudas sobre nuestro honor y nos miren con suspicacia!». Apesadumbrados, los dos enamorados se arrepentían y pedían un perdón que sus amadas tenían la bondad de concederles.

—Muy conmovedor, Mozart —estimó la condesa Thun—. ¡Se diría que habéis vivido esta misma situación!

Wolfgang se abstuvo de hacer cualquier comentario.

—¿Conseguirán escapar vuestros héroes?

—Lo sabréis cuando os toque el tercer acto, condesa.

Viena, 25 de mayo de 1782

Puesto que el cielo lo permitía, Wolfgang y los demás invitados almorzaron en el jardín de la condesa Thun. Por la noche se celebró el ensayo para el gran concierto del día siguiente, que, gracias a la intervención de Thamos y del francmasón Adamberger, futuro intérprete de Belmonte, sería organizado por Martin, un buen profesional.

Colocada bajo la égida del Concierto de los Diletantes, una asociación de músicos en la que predominaban los francmasones, aquella academia al aire libre permitiría a Wolfgang ser escuchado por un vasto público, culto y popular a la vez.

—Los espíritus os son muy favorables —reveló el conde Franz-Joseph—. Hará buen tiempo, el público será numeroso y estaréis en una excelente forma.

—¡Hace varias semanas que me preparo! Un fracaso me condenaría.

—Creed en los espíritus, Mozart. A mí no me decepcionan nunca. Ya veréis, todo irá bien.

—Todo está listo por fin —confirmó Adamberger—. Los músicos son de calidad, los instrumentos han sido probados.

Wolfgang pensó en los momentos felices vividos en Mannheim, en compañía de los miembros de una orquesta excepcional. En Viena, el nivel era también alto; pero, esta vez, pesadas responsabilidades gravitaban sobre los hombros del compositor.

—Será un paso decisivo —estimó Adamberger—. Luego pensaremos en la primera representación de El rapto del serrallo.

—¿Se producirá realmente? —se preocupó Wolfgang.

—Sin duda alguna, puesto que el emperador sigue siendo favorable a ello. Sobre todo, no cedáis en vuestros esfuerzos.

Era un consejo que Mozart había oído ya antes.

Viena, 26 de mayo de 1782

En la puerta de acceso al jardín del Augarten, abierto al público en 1775, José II había hecho grabar una fórmula: «A todos los hombres, por sus protectores». Allí había un pabellón donde se daban conciertos.

—Por fin —confió Wolfgang a Thamos— salgo de los salones y voy al encuentro de la gente modesta.

En el programa figuraban una sinfonía del barón Van Swieten, la elegante y fácil Sinfonía parisina[74], y un concierto para dos pianos[75], alegre y brillante, que tocaría en compañía de Josepha Auernhammer, su enamorada alumna.

La presencia de Constance disipaba las esperanzas de la infeliz, que respetó escrupulosamente las indicaciones de su profesor.

Una organización perfecta, unos músicos excelentes y un público arrobado: aquella academia al aire libre fue un éxito total, y el nombre de Mozart comenzó a correr de boca en boca.