36
Viena, 22 de marzo de 1782
En la capital de los Habsburgo reinaba la confusión. Durante un mes, el papa Pío VI viviría en sus muros y haría Érente al emperador José II. De sesenta y cinco años de edad y más bien lento de palabra, el jefe de la Iglesia católica había considerado indispensable este viaje para defender personalmente su punto de vista ante el dueño del Imperio austríaco. Y pensaba prevalecer poniendo en la balanza el peso de su autoridad.
Desde la primera entrevista privada, el papa expuso sus temores.
—Majestad, habéis emprendido un considerable número de reformas y saludo vuestro valor. No obstante, ¿puedo preguntaros si no vais demasiado de prisa y demasiado lejos?
—Busco la paz, la justicia y la cohesión social… Sin esos progresos indispensables, se producirían graves convulsiones.
—¿Y es necesario tomarla con la Iglesia?
—He hablado de justicia, Santísimo Padre, y nadie está fuera de ella, ni la Iglesia ni el Estado.
—De todos modos, cerrar monasterios y colocar al clero bajo el yugo del poder temporal…
—Sean cuales sean las instituciones religiosas, deben cumplir una función social y no prevalecer sobre el gobierno de un país. Por eso tomo unas medidas que la población aprecia.
—La población… ¡Su juicio no puede ser lúcido!
—La felicidad de mis súbditos es mi primera preocupación.
—La emperatriz María Teresa veneraba a la Iglesia y…
—Paz a su alma, Santísimo Padre. ¿Y si fuéramos a almorzar?
El papa Pío VI no esperaba un adversario tan temible. La negociación se presentaba bastante mal.
Viena, 23 de marzo de 1782
¿Cómo podía reanudar el diálogo con su padre y su hermana? Wolfgang no lamentaba haber adquirido su independencia a tan alto precio, pero deploraba la hostilidad de su familia y quería obtener el consentimiento de Leopold para casarse con Constance.
—Hagámosles unos regalos —propuso la muchacha—. ¿Cuáles son los gustos de tu padre?
—Enviémosle una petaca y un par de cordones para el reloj.
—¿Y a tu hermana?
—A Nannerl le gustarán, sin duda, dos gorros a la moda vienesa.
—Yo misma los haré. Podemos añadir una pequeña cruz, prueba de que nos casaremos en la fe del Señor, y un pequeño corazón atravesado por una flecha que evoque nuestro amor.
Wolfgang abrazó a su prometida.
—¡Tu alma es buena y generosa, querida! Gracias a ti, nuestra felicidad será también la de nuestras familias.
Constance añadió unas palabras, muy humildes, a la carta de Wolfgang.
La iniciativa se vio coronada por el éxito, puesto que la rígida Nannerl, convertida en confidente y consejera de Leopold, aceptó responder poniendo por escrito algunas banalidades.
Aún no había aprobación, pero el diálogo se reanudaba.
Viena, 10 de abril de 1782
Ante la nueva carta de su padre, que le recomendaba hacerse contratar por la corte de Viena fueran cuales fuesen las condiciones, Wolfgang respondió: «Es preciso que José II me pague, pues sólo la felicidad de ser suyo no me basta. Si el emperador me da mil florines y un conde dos mil, presentaré mis cumplidos e iré a casa del conde sin lugar a dudas».
El emperador concedía más consideración a Gluck y a Salieri que al joven Mozart, notable pianista y agradable compositor, aunque sin mucha notoriedad pública.
Llamaron a la puerta.
—¡Aloysia!
—Parto hacia una larga gira por el extranjero. ¿Aceptas ofrecerme una brillante melodía que realce mi voz?
—¡Por supuesto!
«Nehmt meinen Dank»[69] gustó mucho a la cantante. Besó a Wolfgang en las mejillas y huyó con la partitura.
Le sucedió el cartero, que traía una triste noticia: el 1 de enero, Johann Cristian Bach había muerto en Londres. «Una desgracia para el mundo musical», murmuró Wolfgang. Nunca olvidaría la amistad y el aliento del hijo de Johann Sebastian, cuyo genio iluminaba ahora su búsqueda.
Viena, 20 de abril de 1782
Wolfgang no se limitaba ya a interpretar a Bach en los conciertos del domingo, en casa de Van Swieten, sino que ahora intentaba una experiencia particularmente difícil: asimilar su ciencia y su estilo, incorporarlo a su propio lenguaje.
Las obras que elaboró, una adaptación de cinco fugas para cuarteto de cuerda[70] y cuatro preludios para trío de cuerda[71], no estaban destinadas al público. Con humildad y paciencia, consciente de que necesitaría un largo período de maduración, Mozart se puso al servicio de Bach y le rogó que lo formara. Inicios de fugas inconclusas y esbozos de temas se sucedieron como fórmulas de laboratorio.
Desde un punto de vista exterior, fracasos y renuncias; desde el de Wolfgang, un aprendizaje riguroso que, algún día, daría su fruto. Gracias a su extraordinario sentido de la polifonía y a su perpetua exigencia, Bach lo limpiaba, lo purificaba, le arrebataba cualquier resto de vana seducción. Lo obligaba a buscar su voluntad creadora en lo más profundo de sí mismo, lejos de las modas pasajeras.
Mientras anotaba una fuga en do mayor, compuso el preludio complementario[72], como si su espíritu funcionara con independencia de su mano.
Por insistencia de su prometida, aceptó ofrecer la partitura a su hermana Nannerl: «Cuando Constance oyó las fugas —le reveló—, le gustaron mucho en seguida. Ya no quiere oír las de Haendel y Bach. Cuando me preguntó si no las había escrito aún y yo le respondí que no, me riñó mucho por no haber querido escribir, precisamente, lo más artístico y hermoso que hay en música; no me dejó en paz hasta que le compuse una fuga, y es ésta».
Viena, 22 de abril de 1782
Al salir de Viena, el papa Pío VI rumiaba su fracaso total. A pesar de varias entrevistas y múltiples advertencias, el emperador José II no había cedido ni una sola pulgada de terreno. E incluso susurró al oído de Su Santidad que, al contrario que la llorada emperatriz María Teresa, el nuevo dueño del Imperio austríaco permitía prosperar logias masónicas en las que se emitían críticas, apenas veladas, contra Roma y el sucesor de Pedro. ¿Acaso algunos hermanos no evocaban la necesidad de resucitar la Iglesia de Juan, fiel a la enseñanza iniciática de Cristo, muy alejada de la doctrina católica oficial?
Sin duda, José II no tardaría en enfrentarse a dificultades que lo harían menos liberal y lo convencerían para que diera marcha atrás.
Entretanto, Pío VI estaba de muy mal humor, y el exagerado homenaje del príncipe-arzobispo Colloredo, con quien se cruzó en Baviera, el 25 de abril, no lo calmó. Adepto de Rousseau y de Voltaire, partidario de las reformas de José II, aquel prelado tan satisfecho de sí mismo jugaba con varias barajas.