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Viena, 10 de marzo de 1782
Tras promulgar un decreto referente a la libertad de trabajo, el emperador José II, cuya voluntad reformadora no se agotaba, estudiaba un expediente urgente consagrado a los problemas del campesinado, mientras se dirigía a los campos más cercanos a la ciudad. Todos los vieneses conocían su carroza verde lacada, con doble tiro.
Vestido con sencillez, al emperador le gustaba pasear, encontrarse con sus súbditos y escucharlos. Unos falsos rumores anunciaban malas cosechas y un aumento de los impuestos, por lo que José II tenía que disipar los temores.
De modo que su carroza se detuvo en medio de un campo a cuyo alrededor se habían reunido muchos curiosos.
José II descendió, alerta, y caminó hacia un arado abandonado en el centro del terreno.
Cuando lo levantó, la concurrencia aplaudió.
Y una frase corrió por todos los labios: «¡El emperador es el dios de los campesinos!».
Berlín, 11 de marzo de 1782
La orden templaria atravesaba un inquietante período de turbulencias. «No tenemos conductor», se quejaban varios caballeros. Todos los meses se producían numerosas deserciones, y el Serenísimo Hermano Fernando de Brunswick en persona recibía algunas críticas.
Antes de responder a Jean-Baptiste Willermoz, cuyas exigencias no dejaban de aumentar, Carlos de Hesse quería consultar con Dom Pernety, ex consiliario de Bougainville, autor de las Fábulas egipcias y griegas desveladas y del Diccionario mito-hermético. Conservador de la Biblioteca de Berlín, dirigía su Rito hermético[67] y dispensaba una enseñanza basada en las revelaciones del místico sueco Swedenborg, a quien el príncipe alemán veneraba.
En el umbral de la morada de Dom Pernety había numerosos baúles. El mago, con sesenta y seis años de edad y muy demacrado, apilaba sin cesar libros encuadernados en bolsas de cuero.
—Perdonadme que os moleste, hermano. Soy Carlos de Hesse y me gustaría hablaros de algunos asuntos importantes.
—Abandono definitivamente Berlín para regresar a Aviñón con mis fieles Iluminados —reveló Dom Pernety—. La santa Palabra me ordena actuar así, y siempre la he obedecido.
—Loada sea —aprobó Carlos de Hesse.
—Se prepara una terrible revolución a causa de la bajeza de las iglesias —profetizó el mago—, culpables de haber traicionado el mensaje de Cristo. El terror y la desolación caerán sobre nuestro mundo corrupto.
—¿La Nueva Jerusalén sucederá al Juicio Final?
—Nada tendrán que temer quienes crean en la inmortalidad del alma, rindan culto a la Virgen y obedezcan la santa Palabra.
—¿Podemos confiar en Jean-Baptiste Willermoz y salvar así la Estricta Observancia templaria?
Dom Pernety dudó.
—Se muestra muy activo y, sin duda, oculta mucha ambición.
—¿No es preciso regresar al camino de Cristo y fundar la nueva iglesia que respete por fin sus enseñanzas?
—Ciertamente, a condición de que no se olvide la alquimia. ¿Cómo transformar a los individuos mortales en seres celestiales sin poseer el oro filosofal? El gran Swedenborg insistió mucho en este punto. Organizad el convento, aguantad en lo esencial y lo conseguiréis. Id de prisa, pues la revolución se está fraguando.
Brunswick, 13 de marzo de 1782
Tras abandonar el lecho de una hermosa mujer, Von Haugwitz había pasado por un confesonario antes de asistir a la convocatoria de los dos dirigentes de la Estricta Observancia. Si obtenía el perdón de sus pecados, podría entregarse de nuevo a los placeres de la carne sin dejar de alabar al Señor.
—Acabamos de responder a Willermoz precisando nuestra línea de conducta —declaró Carlos de Hesse—: comprometer definitivamente la orden templaria en la vía de Cristo.
—Perfecto —aprobó Von Haugwitz.
—Sin embargo, no deseamos renunciar a las experiencias alquímicas, pues el propio Cristo simboliza el oro supremo.
—Mis discípulos[68] son hostiles a esas prácticas ocultas —se indignó Von Haugwitz—. Sólo la devoción permite obtener los favores del Omnipotente.
—Para que permanezcamos unidos en el seno de la misma orden —prosiguió Carlos de Hesse—, he propuesto a Willermoz un acuerdo secreto entre él mismo y nosotros tres, aquí presentes. Así, orientaremos el próximo convento masónico en la buena dirección.
El rostro del barón Von Haugwitz enrojeció.
—¿Cómo habéis osado? Yo no me someteré a nadie, ¿me oís?, ¡a nadie! Cristo es mi único maestro, sólo de él recibo órdenes. A partir de este instante, abandono esta francmasonería subversiva y peligrosa. En adelante, la combatiré sin descanso.
Von Haugwitz cerró el gran salón dando un portazo.
—Esta deserción no cuestiona nuestra estrategia —estimó Femando de Brunswick—. Una alianza secreta con Willermoz es el único medio de salvar la Estricta Observancia.
Viena, 20 de marzo de 1782
—¡Gran noticia, señor conde! —exclamó Geytrand—. El convento masónico organizado por la Estricta Observancia se iniciará a mediados de julio. Todos los dignatarios han dado su conformidad al Gran Maestre y anunciado su llegada. Los debates durarán varios días, varias semanas incluso.
—La cuestión principal es saber en qué terminarán.
—Dadas las querellas entre corrientes masónicas, podemos esperar un buen caos.
—Femando de Brunswick y Carlos de Hesse no son imbéciles. Para conservar el poder, forzosamente preparan un golpe bajo.
—En Berlín acaba de aparecer un folleto titulado La Rosacruz al desnudo. Acusa a los rosacruces y a los templarios de ser unas marionetas de cuyos hilos tiran los jesuitas.
—Si Bode no es su autor, seguramente lo leerá con deleitación.
—El tal Cagliostro piensa fundar en París una logia que adoptará las formas de la alta francmasonería egipcia —añadió Geytrand.
—¿Algo serio?
—Una simple adaptación de ritos ya conocidos, con algunos añadidos de magia. El cardenal de Rohan y algunas personalidades de la corte estarían interesados. A fuerza de jugar con fuego, ese Cagliostro puede quemarse los dedos.
—¡Mejor así! Recoge el máximo de elementos sobre los participantes en el convento de Wilhelmsbad y aumenta las primas a nuestros confidentes. Quiero conocer todo lo que se dice y las decisiones adoptadas.