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Viena, 8 de febrero de 1782

Mira este documento —dijo Anton Stadler a Mozart—, ¡míralo bien!

—Una ordenanza del emperador José II…

—¡Exactamente! ¿Y a qué se refiere?

—Tú y tu hermano sois contratados como clarinetistas en la orquesta de la corte.

—Fabuloso, ¿no? Feliz en el amor y, ahora, músico profesional al servicio de su majestad. ¿Qué más puedo esperar?

—Conviértete en el mejor especialista de ese instrumento maravilloso y desconocido.

—¿Escribirás para mí, entonces?

—¿Por qué no?

—¿Cómo puedes resistirte al hechizo del clarinete? No existe sonoridad más cálida y más mágica. Entretanto, vamos a celebrarlo y a beber por cuatro. Luego, te venceré a los bolos, puesto que hoy es mi día de suerte.

Viena, 13 de febrero de 1782

Wolfgang expuso a su hermana Nannerl su diario empleo del tiempo. Así, ella intercedería ante su padre y le explicaría que su hijo trabajaba hasta deslomarse para lograr una plaza en Viena.

Se levantaba a las seis. A las siete, completamente vestido, Wolfgang escribía hasta las nueve, luego enseñaba hasta la una. Almorzaba solo en su casa o acudía a una de las numerosas invitaciones que le dirigían. En función de las circunstancias, se sentaba a la mesa hacia las dos o las tres. Si no daba ningún concierto, componía de las cinco a las nueve, luego se dirigía a casa de los Weber para hablar con Constance, antes de regresar al trabajo, de las once a la una de la madrugada.

Ese ritmo infernal le confería un perfecto equilibrio. Sintiéndose recto, esperaba que esas jomadas le fueran contabilizadas como benevolentes por el Altísimo.

Aquella noche, la señora Weber tardó en abrirle la puerta. Tuvo que llamar con fuerza para que apareciese, por fin, una cara rojiza, visiblemente achispada.

—¿Qué quieres?

—Ver a Constance.

—¡Constance, siempre Constance!

—Es mi prometida, señora Weber.

—¡Prometida, y un cuerno! ¿Cuánto has ganado este mes?

—Lo bastante.

—Con todos los gastos que tenemos, nunca se gana bastante. ¡Yo tengo que cuidar a tres hijas!

—¿Puedo ver a Constance?

—Está enferma.

—¿Qué tiene?

—Una enfermedad.

—¿Quién la cuida?

—Nos las arreglamos.

—Realmente me gustaría verla, señora Weber.

—¿Quieres ponerte enfermo tú también?

—¿Estáis cerrándome vuestra puerta?

La borracha vaciló.

—Entra, pero no te quedes mucho tiempo. La fatigarías.

Constance se secaba las lágrimas, Wolfgang consiguió consolarla.

—La existencia se me hace imposible —reconoció ella—. Mi madre bebe demasiado. Cuando está ebria, monta en cólera y dice barbaridades. Luego vuelve a ser amable, casi dulce. La amo y la detesto al mismo tiempo. Desde la muerte de mi padre, su estado ha empeorado.

—Sé valiente, amor mío. Te sacaré de aquí.

—¿Has obtenido el consentimiento de tu padre?

—Lamentablemente, todavía no.

—Mi madre no te aprecia demasiado, Wolfgang. Quiere casarme con otro.

—Sus proyectos fracasarán, ¡te lo juro!

—¿Cuánto tiempo tendré que aguantarla aún?

—Sé paciente, te lo suplico. Conseguiré convencer a mi padre. Si la situación empeora, refúgiate en casa de la baronesa Waldstätten.

Viena, 3 de marzo de 1782

Tras haber Compuesto una melodía para soprano, Der Liebe himmlisches Gefühl[63], Wolfgang pasó por casa de la baronesa Waldstätten, que, fiel a su reputación de buena persona, había acogido a la joven Auernhammer, cuyo padre acababa de morir. Desamparada, la alumna de Mozart, todavía enamorada de su profesor, estaba falta de afecto.

—¿Cómo se encuentra? —se preocupó Wolfgang.

—Le he dado un somnífero, ahora duerme. La pobre pequeña no se recuperará fácilmente. ¿Y vuestra Constance?

—Aguanta, pero la atmósfera en la casa Weber es irrespirable.

—En caso de necesidad, mi morada está abierta para ella.

—No sé cómo agradecéroslo, baronesa.

—Teniendo éxito en vuestro concierto de esta noche y seduciendo a toda Viena. ¿Qué tocaréis?

—Un concierto para piano en re mayor, escrito en 1773[64] y cuyos dos primeros movimientos he conservado. El tercero me parecía demasiado complejo, así que lo he sustituido por un rondó[65] muy vivo en el que intento unir el humor con el virtuosismo.

Wolfgang no se equivocaba.

El público del Burgtheater aplaudió calurosamente el programa, compuesto por extractos de Idomeneo, rey de Creta, una improvisación y el concierto cuyo rondó final encantó a los más hastiados. Los vieneses descubrieron a un sorprendente pianista de desarmante sencillez. Sin buscar efecto alguno, se movía poco, mantenía una calma perfecta y no se entregaba a los movimientos extravagantes ni a las contorsiones de sus colegas. El intérprete no exteriorizaba sus sentimientos y dejaba que hablara la música.

Viena, 10 de marzo de 1782

—Las cosas se mueven —le anunció Geytrand a Joseph Anton—. En Weimar, Goethe ha ascendido en grado y figura entre los dirigentes de la logia Amalia, que viene de iniciar al duque Carlos Augusto.

—¡Otro dignatario de primer orden! —se lamentó Anton—. La francmasonería gana terreno día tras día.

—Sí y no —lo tranquilizó Geytrand—, pues esa logia es presa de unos sobresaltos que podrían desembocar en una especie de explosión. La violencia de Bode disgusta a muchos hermanos, cansados de su grosería y de sus incesantes ataques contra los jesuitas. Aunque esté destinado a la dirección de la más antigua logia de Alemania[66], el tal Bode parece muy dotado para sembrar la discordia.

—¡Deseémosle buena suerte! ¿Hay algo más?

—Según el hermano Angelo Soliman, que sigue tan venal, el mineralogista Ignaz von Born será Venerable de la logia La Verdadera Unión. Como estaba previsto, su ascenso ha sido muy rápido y llevará a cabo su programa: poner a trabajar a los hermanos, hacerles redescubrir el sentido de lo simbólico y edificar una verdadera iniciación.

—Desgraciadamente, Ignaz von Born goza de una excelente reputación, y el emperador lo aprecia. Este mineralogista dará buena imagen de la francmasonería vienesa y favorecerá su expansión. ¿Qué podría reprochársele?

—No circula chisme alguno sobre él —deploró Geytrand—. Moralidad impecable, trabajador infatigable, científico estimado por sus colegas… Se le respeta, se le admira y se le teme.

—Von Born no se limitará a dirigir una logia vienesa —profetizó Joseph Anton—. Tal vez se convierta en nuestro principal enemigo.