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Viena, 13 de octubre de 1781
Antes de reanudar el trabajo con el libreto de El rapto del serrallo, intentando convencer a Stephanie de que procedieran a varias modificaciones, Wolfgang puso los puntos sobre las íes con su padre. Aunque «la ópera se alargaba», él no era en absoluto responsable de ello. Debido a las circunstancias políticas y mundanas, aquel retraso le permitía ajustar el texto «hasta el grosor de un cabello», tratando por ejemplo de un modo adecuado los arrebatos del violento Osmin, el guardián del serrallo, «pues el hombre que monta en tan violenta cólera excede cualquier regla, cualquier mesura, cualquier limite. Ya no se reconoce. Y es preciso que también ella, la música, no se reconozca. Sin embargo, las pasiones, violentas o no, nunca deben ser expresadas hasta suscitar disgusto. Y la música, incluso en las más terribles situaciones, nunca debe ofender el oído, sino encantarlo y seguir siendo siempre música».
Además, el compositor debía afirmar claramente su predominio y no someterse al yugo de autores pretenciosos. «En una ópera —afirmaba Wolfgang—, es absolutamente necesario que la poesía sea obediente hija de la música. ¿Por qué, con todo lo que sus libretos contienen de miserable, gustan en todas partes las óperas bufas italianas? Porque la música reina en ellas como dueña absoluta. Sí, una ópera gustará tanto más cuanto mejor se haya establecido el plan de la obra, cuanto las palabras hayan sido escritas para la música y no se encuentren, aquí o allá, infelices rimas o estrofas enteras que estropeen la idea del compositor. ¡No hay nada más perjudicial que la rima por la rima! Los pedantes que así escriben se hundirán, ellos y su música. Lo mejor es cuando un buen compositor, que comprende el teatro y que está en condiciones de sugerir ideas, se encuentra con un poeta juicioso, un verdadero fénix. Entonces no debemos preocupamos por la opinión de los ignorantes. Con sus farsas de oficio, los poetas me hacen el efecto de ser como trompetas. Si nosotros, los compositores, quisiéramos seguir siempre sus reglas, haríamos una música tan mediocre como mediocres son los libretos que ellos producen».
Viena, 31 de octubre de 1781
Tras su última serenata[55], popular y vigorosa, que fue interpretada tres veces al aire libre sin ofender el gusto vienés, Wolfgang escuchó la Ifigenia de Gluck, el músico de moda. Aquel día era su santo y se dirigió a casa de la baronesa Martha Elisabeth von Waldstätten, una mujer original de treinta y siete años, separada de un consejero de Estado. Era rica, vivía en un gran apartamento en el 360 de Leopoldstadt, y deseaba ayudar al joven Mozart a conquistar Viena.
Utilizando a veces un lenguaje muy crudo, que recordaba a Wolfgang al de su primita de Augsburgo, la baronesa se mostraba voluble, excéntrica y anticonformista.
—¡Felicidades, Mozart! ¿Cuándo estrenarán vuestro Rapto?
—A mediados de noviembre, espero.
—Entretanto, os reservo una sorpresa.
—¿Cuál?
—Esta noche lo veréis.
Tras una larga jornada de trabajo, Wolfgang se sentía agotado. Cuando estaba desnudándose, oyó los primeros compases de su serenata en si bemol mayor.
Se asomó a la ventana y divisó un conjunto de pobres diablos, músicos callejeros, que tocaban su obra de modo agradable y le deseaban así una excelente fiesta.
Aquel primer homenaje vienés, regalo de la baronesa Waldstätten, le proporcionó un delicioso sueño.
Viena, 18 de noviembre de 1781
—Los asuntos del duque de Brunswick siguen sin funcionar —anunció Geytrand a Joseph Anton—. Ahora le discuten incluso en Brunswick, en sus propias tierras.
—¿Se trata de una revuelta seria?
—Tan seria que transfiere el gobierno de su provincia templaria a Weimar, donde tiene apoyos sólidos. El Gran Maestre vacila y, con él, toda la orden.
—El convento podría devolverle fuerza y vigor.
Geytrand le dirigió una mirada de asombro.
—Con todos los respetos, señor conde, acabáis de utilizar una expresión masónica.
—A fuerza de leer sus rituales… ¿Hay noticias precisas de este convento?
—Las respuestas de las logias tardan en llegar al Gran Maestre, y nada parece decidido aún.
—¿Está ya alerta tu red de confidentes en Weimar?
—Naturalmente, pero no estoy satisfecho con ella. Las informaciones me llegan con cuentagotas y me parecen dudosas. Debo reforzar la organización y hacerla fiable.
—Brunswick es una gran fiera herida y, por tanto, muy peligrosa. Quiero saberlo todo sobre sus reales proyectos. Y no olvidemos a su comparsa, Carlos de Hesse. De momento, permanece en la sombra aguardando su hora. Si su queridísimo hermano Femando acabara cayendo, él tomaría el relevo.
—Según mis informaciones —precisó Geytrand—, Carlos de Hesse sería un verdadero místico que querría hacer de la Estricta Observancia la nueva iglesia, fiel al mensaje de Cristo.
—En este caso, le espera un buen trabajo y nosotros corremos el riesgo de tener que enfrentamos con un temible fanático. La única iglesia buena es la de los creyentes ordinarios que no se hacen pregunta alguna, respetan las costumbres y sólo se preocupan de su salud.