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Viena, 23 de marzo de 1781

Provisto de una recomendación de la familia Mesmer, Wolfgang fue a casa del conde Franz-Joseph Thun-Hohenstein. El conde, de cuarenta y siete años, francmasón de la logia La Verdadera Unión y hermano de Thamos, que le había hablado mucho de Mozart, era un adepto del espiritismo, el magnetismo y todas las ciencias ocultas. Su esposa, María Wilhelmine, muy cultivada y ex alumna del gran músico Joseph Haydn, tenía un célebre salón en el palacio Ulfelde, propiedad familiar cercana a la Minoritenkirche.

—¡Señor Mozart! —exclamó Franz-Joseph—. Un sueño premonitorio me ha anunciado vuestra visita. ¿Cómo un verdadero artista podía escapar a mi querida Wilhelmine? Creéis en los espíritus, ¿no es así?

—¿Acaso la música no está llena de ellos?

—¡Naturalmente! Venid a visitar el lugar. Al parecer, la acústica es excelente, y los intérpretes que frecuentan este salón hablan muy bien de él. Luego os presentaré a mi esposa y pasaremos a la mesa. Creer en los espíritus no quita el apetito.

De buenas a primeras, la condesa Wilhelmine vio en Wolfgang a una personalidad fuera de lo común. Antes de oír, incluso, una sola nota de aquel joven, supo que sus obras no se parecerían a nada conocido.

—Esta casa está abierta para vos —le dijo con una agradable sonrisa—. Si lo deseáis, podéis venir todos los días.

—El príncipe-arzobispo Colloredo no me concede mucha libertad.

—Tendréis que dar academias[42] para seducir a los vieneses —decretó la condesa—. Para empezar, podríais intervenir en el espectáculo de beneficencia que organiza la Sociedad de Músicos. Colloredo no os prohibirá participar en una buena obra.

Viena, 24 de marzo de 1781

Puesto que ya no soportaba a sus compañeros de almuerzo, cada vez más groseros, Wolfgang no había comido nada e iba de un lado a otro por la antecámara del gran muftí, aguardando su respuesta.

Finalmente, el conde de Arco salió del despacho de su eminencia.

—¿Ha sido aceptada mi petición? —preguntó Wolfgang.

—Rechazada. Estáis al servicio del príncipe-arzobispo y de nadie más.

—Se trata de un concierto caritativo en el que sólo sería un músico entre muchos otros.

—El príncipe-arzobispo conoce perfectamente la vida artística vienesa. Como doméstico que pertenece a su séquito, debéis someteros a sus dictados. Que paséis un buen día, Mozart.

El conde de Arco regresó hacia su augusto patrón.

—He transmitido vuestra decisión, eminencia.

—¿Se doblega el gallito?

—No tiene otra opción.

—Lo haremos pasar por el aro, y seguirá comiendo de mi mano. Sin el salario que le pago, se convertiría en un mendigo. Su padre no aceptará semejante decadencia y sabrá convencer a su hijo de que se muestre dócil.

—Aun compartiendo la opinión de vuestra eminencia, quiero informaros de diversas turbulencias que agitan a la nobleza vienesa.

Colloredo frunció el ceño.

—¿Acaso me conciernen de algún modo?

—Eso temo.

—¡Habla, entonces!

—Muchos melómanos desearían una actitud algo más dúctil de vuestra parte, y querrían escuchar a algunos de vuestros músicos en algunas academias que permitieran a los aficionados descubrir la riqueza artística de la corte de Salzburgo.

—¿Mozart, por ejemplo?

—Él y otros. ¿No os parece que así quedaría realzado el prestigio de vuestra eminencia?

—Ni hablar de ceder en lo del concierto de mañana. Mozart creería que retrocedo. ¿Cuál será la próxima ocasión?

—La academia del 3 de abril.

—Lo pensaré.

Viena, 24 de marzo de 1781

Al leer la ordenanza de José II, Joseph Anton no creyó lo que estaba viendo: el emperador prohibía a cualquier asociación, religiosa o civil, reconocer la autoridad de superiores extranjeros y pagarles cánones.

Eso concernía a las órdenes monásticas, pero también a las logias de la Estricta Observancia templaria y del Rito sueco, implantadas aún en Viena.

Quien transgrediera la nueva ley podría ser perseguido penalmente.

El liberalismo demostrado por José II era acompañado por el ejercicio de un fuerte poder central, decidido a controlarlo todo.