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Viena, 12 de marzo de 1781
Angelo Soliman, hijo de un rey africano y preceptor de los príncipes Lobkowitz y Licchtenstein, había conseguido, a pesar del color de su piel, convertirse en un miembro respetado de la buena sociedad vienesa.
Aquella noche participaba en la fundación de una nueva logia, la Verdadera Unión[41].
Por consejo de Thamos, conde de Tebas, Angelo Soliman presentaba un nuevo adepto de excepcional envergadura, el mineralogista Ignaz von Born.
De acuerdo con las recomendaciones del propio Thamos, Von Born no reveló que animaba una logia de investigación en Praga desde hacía varios años. Fue así recibido como Aprendiz, sabiendo que sería ascendido rápidamente a los grados de Compañero y de Maestro para orientar los destinos de la Verdadera Unión, que reunía a escritores, científicos y demás notables, católicos unos y protestantes otros.
Recibido con «todos los honores de nuestra orden real», según palabras de Soliman, Ignaz von Born dio las gracias a sus hermanos y les prometió participar activamente en la búsqueda simbólica para levantar una logia en la que la iniciación fuera la primera y constante preocupación.
Semejante declaración turbó a algunos hermanos, poco acostumbrados a ese programa. La autoridad y la competencia de Von Born tal vez disiparan la tibieza.
—¿Habéis leído el texto de Bode? —preguntó Soliman al egipcio durante el banquete.
—La violencia de sus ataques contra la Iglesia y los jesuitas le valdrá numerosos enemigos.
—Sin duda, pero no le falta valor ni lucidez. Mientras la francmasonería no escape de las influencias exteriores, y especialmente del poder de las religiones, no tomará su verdadero impulso.
—¿Son ésos los pensamientos que animan las logias vienesas?
—¡Ni mucho menos, hermano mío! Llenas de creyentes, se muestran muy conformistas aún. Espero que Ignaz von Born nos saque de este agujero.
Viena, 16 de marzo de 1781, a las nueve
Wolfgang entró en el palacio de Colloredo, apodado la «Casa Alemana», en el 7 de Singerstrasse, antigua sede de los caballeros teutones. Allí se alojaría con los demás domésticos, músicos, lacayos o cocineros que formaban el séquito del príncipe-arzobispo.
Primeros imperativos: concierto en la Casa Alemana aquel mismo día, a las cuatro de la tarde, y al día siguiente en casa del príncipe Galitzin, diplomático de gran fortuna con el que el gran muftí contaba para forjarle una excelente reputación.
Las comidas, a mediodía en punto, fueron penosas pruebas. Wolfgang debía hacerlas en compañía de dos cocineros y un pastelero que pasaban todo el tiempo profiriendo groserías. Como músico, obedecía las órdenes de un aristócrata brutal, el conde de Arco, «maestre de las cocinas». ¿Acaso las producciones musicales no se asimilaban a platos digeribles?
Wolfgang comía sin decir palabra. Se le hacía insoportable verse humillado de ese modo. «El señor arzobispo tiene la bondad de glorificarse con su gente —le escribió a su padre—. Les roba sus beneficios».
Desde su última entrevista con Thamos, había un proyecto que obsesionaba al compositor: organizar conciertos para su propio beneficio. Y, para escapar de la asfixiante atmósfera del palacio del gran muftí, Wolfgang acudió a casa de Mesmer. Instalado ahora en París, el magnetizador ya no regresaría a Viena, pero su familia recibió al visitante con gran amabilidad. Le aconsejaron que fuera a ver a algunos nobles enamorados de la buena música, comenzando por el conde Thun y su esposa, grandes aficionados a las novedades.
Viena, 16 de marzo de 1781
—He aquí la lista de los miembros de la nueva logia vienesa, La Verdadera Unión, señor conde.
Geytrand la entregó a Joseph Anton, que la consultó de inmediato.
Un nombre llamó su atención.
—Ignaz von Born… ¿El mineralogista de la universidad?
—El mismo.
—¡Es un protegido de la difunta emperatriz María Teresa! Qué bien ocultaba su juego. ¡Y he aquí cómo se infiltran en nuestro país los francmasones!
—Según mi informador, muy pronto será una de las figuras principales de esta logia, a la que piensa poner a trabajar. Su discurso y su actitud han escandalizado a varios hermanos, poco acostumbrados a estudiar los símbolos y los rituales.
—Parece mejor informado, aún, que de ordinario, Geytrand. ¿Acaso algún hermano traiciona a esta logia desde su fundación?
—En efecto.
—¿Y su nombre?
—Solimán, el preceptor de varios príncipes.
—¿Por qué se comporta así?
—Es un mulato que ha sufrido muchas humillaciones y sólo piensa en vengarse de la humanidad entera.
—Y, sin embargo, la francmasonería lo ha admitido en su seno.
—Es cierto, pero sin darle un lugar preponderante. Desde su punto de vista, las logias no actúan lo suficiente. Él desea una verdadera revolución. Además, es venal y necesita mucho dinero.
—Vigila a Ignaz von Born sin que él lo advierta —ordenó el conde—. Sobre todo, nada de meter la pata. Si desconfía, abandona. El emperador no nos perdonaría que importunáramos a un brillante universitario vienés. He aquí, precisamente, el tipo de personaje que me hubiera gustado ver lejos, muy lejos. Todos alaban su rigor y su inteligencia, y goza de reputación a nivel internacional. Si tiene éxito, dará a esta logia un brillo que atraerá a otros intelectuales.
—Dudo que lo logre —objetó Geytrand—. Numerosos competidores se atravesarán en su camino y le impedirán concretar sus proyectos. La vanidad, la envidia y la corrupción no están, afortunadamente, ausentes de la francmasonería. De lo contrario, como las antiguas cofradías iniciáticas, produciría grandes obras.