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Viena, 1 de marzo de 1781

Proseguimos nuestra misión —anunció Joseph Anton a Geytrand.

—¿El emperador nos alienta, o nos aprueba con la boca pequeña?

—Exige una extremada discreción. Al menor escándalo, desmantelarán nuestro servicio.

—Nuestra tarea va a hacerse muy delicada, pues.

—Al igual que otros muchos soberanos, José II no percibe aún todos los vicios que preñan la francmasonería. He aquí el documento que me ha entregado, una carta de la reina de Francia, María Antonieta, a su hermana María Cristina: «Os preocupáis demasiado de la francmasonería por lo que se refiere a Francia; está muy lejos de tener, aquí, la importancia que puede tener en otras partes de Europa, por la simple razón de que todo el mundo lo es; sabemos así lo que allí ocurre; ¿dónde está el peligro, pues? Tendríamos razones para alarmamos si fuera una sociedad secreta política; el arte del gobierno estriba, por el contrario, en dejar que se extienda, y no es más de lo que en realidad es, una sociedad de beneficencia y de placer; comen mucho, hablan y cantan, lo que hace decir al rey que la gente que canta y bebe no conspira; no es en absoluto una sociedad de ateos declarados, puesto que, según me han dicho, Dios está en boca de todos; se hace mucha caridad, se educa a los hijos de los miembros pobres o fallecidos, casan a sus hijas; no hay mal alguno en todo ello.

»Ésa es la cortina de humo habitual de los francmasones —concluyó Anton—. Se presentan como inofensivos jaraneros, preocupados sólo por las buenas obras, ¡y los ingenuos caen en el cesto! Detrás de la masa de alegres juerguistas se ocultan conspiradores como los Iluminados de Baviera, que, según los últimos informes, no dejan de reclutar intelectuales. Hay que seguirles los pasos, Geytrand».

Munich, 8 de marzo de 1781

Tras la tercera representación de Idomeneo, el día 3, Wolfgang se rindió a la evidencia: la ópera no entraría en el repertorio.

La última posibilidad de obtener un puesto en Munich era complacer al príncipe-elector Karl Theodor ofreciendo a la condesa Baumgarten, su amante del momento, una melodía dramática para soprano: «Misera, dove son!… Ah non son’io che parlo»[39], según un texto del poeta Metastasio. La obra evocaba la angustia de Fulvia, que pasaba de la cólera a la desesperación porque no comprendía su destino ni la indiferencia de los dioses.

La opinión de la condesa tuvo muy poco peso ante el veneno destilado en la corte por el conde Seeau y la intransigencia moral del padre Frank, el confesor jesuita de Karl Theodor.

Puesto que ya no esperaba nada de Munich, Wolfgang llevó a su padre y a su hermana a Augsburgo, donde tocaron el órgano para olvidar esa nueva decepción.

—Orden de Colloredo —anunció Leopold a su hijo—. Debes dirigirte a Viena sin pasar por Salzburgo. Nannerl y yo regresamos de inmediato. Sobre todo, no tardes. El príncipe-arzobispo es cada vez más autoritario y no soporta la menor insubordinación.

Wolfgang obedecería, pero, antes de abandonar Munich, quería tocar con sus amigos de la orquesta una obra en la que trabajaba desde hacía meses y que le interesaba especialmente, una serenata[40] para dos oboes, dos clarinetes, dos fagots, cuatro cornos, dos cors de basset y un solo instrumento de cuerda, el contrabajo. Era la primera vez, por consejo de Thamos el egipcio y de Anton Stadler, que Wolfgang utilizaba el cor de basset en fa. Su sonoridad le abría un mundo nuevo que sintió íntimamente ligado a la gravedad y a la serenidad de los iniciados en los misterios.

La partitura, que interpretaron trece solistas en perfecta armonía, dejó estupefacto a Thamos desde los primeros compases. Durante casi una hora, alternaba la gravedad, la sonrisa, la madurez, la juventud de ánimo y los impulsos contenidos. Colores y melodías desplegaban una riqueza nunca alcanzada. Aquella maravilla —que se iniciaba con un movimiento lento, ofrecía un adagio digno de figurar en un ritual de iniciación y superaba las formas y las convenciones con sus siete movimientos, entre ellos una romanza y un tema de seis variaciones— permitía florecer la creatividad de Wolfgang.

Cuando la emoción se hacía demasiado intensa, la alegría de un tema popular y bailable devolvía al oyente a la tierra.

Como iniciador, Thamos no tenía derecho a desvelar los sentimientos a su discípulo, que, al alcanzar aquella cumbre, demostraba definitivamente su calidad de Gran Mago.

—Partimos juntos hacia Viena —le dijo a Wolfgang—. Allí se producirán importantes acontecimientos.

—No en lo que me concierne —deploró el joven—. Yo regreso al rango de los lacayos del gran muftí.

—Se inicia una batalla decisiva, Wolfgang. No cedas.

—Colloredo…

—Colloredo ya no está en sus tierras, en Salzburgo, sino en Viena, la capital del imperio, una gran ciudad de la que no es el dueño.

—Sin embargo, debo servirle a él y alojarme en su casa.

—Tienes ante ti tu obra. Ella te llama y te guiará.

Weimar, 12 de marzo de 1781

El hermano Johann Joachim Christoph Bode dio un gran golpe al publicar un texto destinado a ilustrar a los francmasones sobre el modo en cómo los jesuitas pervertían la iniciación.

A comienzos de siglo, aquellos reyes de la artimaña y la hipocresía habían inventado la francmasonería llamada «simbólica» para luchar contra el protestantismo que triunfaba en Inglaterra. Los famosos símbolos eran disfraces religiosos, como los tres golpes para la Santísima Trinidad, o las letras J y B grabadas en las columnas del templo masónico, es decir, «Jesuitas» y «Benedictinos».

Sin darse cuenta de ello, los francmasones le hacían el juego a la Iglesia y reconstituían la orden jesuítica, cuya desaparición era sólo aparente. Peor aún, la Estricta Observancia templaria, dirigida por fervientes creyentes, quería devolver todo su poder a la fe católica.

Bode, en cambio, veía claro el turbio juego de Fernando de Brunswick y de su principal cómplice, Carlos de Hesse. Deseaba despertar a cada hermano, reunir a los lúcidos y a los valerosos, y no seguir permitiendo a los jesuitas disfrazados de francmasones que corroyeran la orden desde el interior.

Se iniciaba la gran batalla.