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Brunswick, 30 de enero de 1781

La respuesta de Jean-Baptiste Willermoz acaba de llegar —dijo Carlos de Hesse al Gran Maestre Femando de Brunswick—. A cambio de nuestra promesa de absoluta discreción, acepta comunicarnos algunos documentos referentes al grado secreto de Profeso.

—¡De modo que mis informes eran exactos! Ese místico francés escribe sus propios rituales y recluta sus propios adeptos al margen de la Estricta Observancia.

—Es cierto, pero parece avanzar por el buen camino, pues se aparta del aspecto caballeresco y predica un cristianismo esotérico.

Femando de Brunswick no protestó. Desde hacía algún tiempo, pensaba, como su hermano Carlos, que el alma de la francmasonería era cristiana y no templaria.

—La nueva orden de Willermoz son los Caballeros bienhechores de la Ciudad Santa —recordó Carlos de Hesse—; nada tienen de amenazador y no quieren librar más combate que el de la conversión total de su alma a Cristo. He aquí por qué quería presentaros al conde Von Haugwitz, cuya profesión de fe os interesará.

Con veintinueve años de edad, aquel político era a la vez creyente y libertino. Iniciado en Leipzig, miembro del Rito sueco y de los altos grados templarios, cedía a impulsos de éxtasis místico.

—Hermano mío —declaró Von Haugwitz—, os invito a regresar a Cristo. Él es el camino, la verdad y la vida. Si nuestra querida francmasonería se extravía por las hediondas sendas del ocultismo y la magia, ¡será condenada! Por el contrario, si comprendemos que nuestra orden puede convertirse en la verdadera Iglesia cristiana, le otorgaremos su auténtica grandeza. Os conjuro, augusto Gran Maestre, a devolver a nuestros hermanos templarios al buen camino.

—Con Von Haugwitz —precisó Carlos de Hesse—, pensamos crear una logia secreta[35] donde moldearemos la nueva doctrina cristiana cuyo estandarte será la francmasonería.

Femando de Brunswick no puso objeción alguna.

Sin embargo, en el fondo de sí mismo, una duda se negaba a extinguirse: ¿por qué el conde de Tebas, uno de los Superiores desconocidos, no reaparecía? ¿Acaso desaprobaba esa orientación?

—He oído la voz de mi ángel custodio —afirmó Carlos de Hesse—. No nos equivocamos.

Munich, 10 de febrero de 1781

Elizabeth Wendling, intérprete de la Electra de Idomeneo, no carecía de encanto. Su hermosa voz de soprano había seducido a Wolfgang, que le ofreció una melodía de bravura de gran virtuosismo, «Ma, che vi fece, o stelle»[36], donde predominaban la pasión y la revuelta.

—¡Qué maravilloso regalo, señor Mozart! Después de la segunda representación de Idomeneo el 3 de febrero, ¿os quedasteis más tranquilo?

—Más o menos. La crítica no me ha sido muy favorable.

—¿Dudáis de vuestro talento?

—Yo, no. El conde Seeau, sin duda. Y él es quien decide la programación de las óperas.

—¿No interviene el príncipe-elector?

Wolfgang asintió con la cabeza. Por lo demás, había modelado un kyrie en re menor[37], para obtener un puesto de compositor de música religiosa en Munich.

—Sobre todo —insistió la soprano—, no desesperéis.

En la mirada de Elizabeth Wendling se leía mucho más que admiración.

—Gracias por vuestro aliento. Perdón por tener que abandonaros, pero he prometido terminar un cuarteto[38] para un amigo, el oboe Ramm.

Oboe, violín, viola y violoncelo mezclaban sus voces de un modo íntimo y grave, unas veces, alegre y casi frívolo, otras. Después del agotador trabajo de Idomeneo, Wolfgang deseaba encontrar un marco más íntimo y, sobre todo, arrastrar a su padre y a su hermana a las locuras del carnaval muniqués, olvidando las preocupaciones del mañana.

Salzburgo, 21 de febrero de 1781

Cuando se disponía a partir hacia Viena, el príncipe-arzobispo Jerónimo Colloredo recibió una carta de José II, a quien se disponía a rendir homenaje: «El imperio sobre el que reino debe ser gobernado según mis principios: los prejuicios, los fanatismos, lo arbitrario y la opresión de las conciencias deben ser reprimidos, y cada uno de mis súbditos debe establecerse en las libertades que le son nativas».

Excelente programa, concretado en un edicto de tolerancia que aseguraba la libertad de culto a los protestantes y a los ortodoxos, que ya no tendrían que abandonar Austria. Además, autorizados a abandonar sus guetos, los judíos vivirían donde les pareciese. Por lo que se refiere a los banqueros, fueran suizos o judíos, ahora podrían instalarse en Viena y favorecer nuevas corrientes de negocios.

Colloredo aprobaba las reformas del emperador. Había llegado el momento de elegir el camino del progreso, siempre que no se cediera nada en lo tocante a la autoridad. ¿Quién discutía la suya, aparte del joven Mozart, siempre deseoso de abandonar Salzburgo y conocer aventuras sin futuro? Se pasaba de la raya constantemente, sólo hacía lo que le placía y sólo llegaba a fracasos perjudiciales para la reputación del principado.

Según los últimos rumores, Idomeneo no sobreviviría al invierno. Y Mozart habría perdido su tiempo escribiendo una obrita olvidada en seguida, en vez de trabajar para la corte del príncipe-arzobispo.

En adelante, Colloredo ya no toleraría la menor calaverada. Había logrado que el padre pasara por el aro, lo haría con el hijo. Ningún músico debía olvidar que era, en principio, un doméstico obligado a obedecer las exigencias de su señor. De lo contrario, sería la anarquía.

—¿Está listo ya mi equipaje?

—Sí, eminencia.

Ganándose la benevolencia de José II, Colloredo fortalecería su posición y se aseguraría largos años de reinado que nadie turbaría, y menos aún un pequeño músico de difícil carácter.