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Munich, 3 de enero de 1781
Mi cabeza y mis manos están tan entregadas a ese tercer acto que nada de milagroso habría en que yo mismo me transformara en acto tercero —escribió Wolfgang a su padre—. Me da por sí solo más trabajo que una ópera entera. Pues prácticamente no hay escena que no sea extremadamente interesante. Nunca me visto antes de las doce y media del mediodía, porque debo escribir y, por tanto, no puedo salir.
Esa fiebre creadora encadenaba al joven. Por fin estaba dando lo mejor de sí mismo, con la certeza de que sus esfuerzos desembocarían en la representación de una ópera. Comprendía mejor, ahora, por qué habían sido necesarios tantos viajes y fracasos formadores. Dolorosas a veces, esas múltiples experiencias le habían enseñado el tan difícil arte de la dramaturgia cantada y la necesidad de expresar el carácter de cada personaje. Ciertamente, los de Idomeneo, ópera seria, al responder a antiguos criterios, parecían algo rígidos, pero él les insuflaba el máximo de vida.
Y Wolfgang recibió una excelente noticia: dada la muerte de la emperatriz María Teresa, Colloredo acudía a Viena para presentar sus condolencias al emperador y, sobre todo, asegurarle su absoluta fidelidad. El gran muftí no quería ser olvidado ni perder una onza de sus prerrogativas.
Formidable beneficio: ¡Wolfgang no se veía obligado a regresar a Salzburgo! Por lo que se refiere a su padre y a su hermana, podían abandonar el principado y dirigirse a Munich para asistir a la primera representación de Idomeneo.
El cepo se aflojaba.
Munich, 10 de enero de 1781
—Dadas las circunstancias —anunció el conde Seeau a Wolfgang—, el estreno de vuestra ópera se retrasará ocho días, por lo menos.
—¿De qué circunstancias se trata?
El aristócrata sacó pecho.
—Soy el director de la música y los espectáculos —recordó—, y no tengo que justificar, en absoluto, mis decisiones.
Aquel retraso convenía al compositor, que aún debía escribir algunas melodías para el último ballet. Se beneficiaría, así, de unos ensayos suplementarios.
—He examinado cuidadosamente vuestra partitura, Mozart. Me parece bien, a excepción del excesivo uso de los trombones.
—¿Excesivo?
—Ése es el término que he empleado. Reduciréis, pues, su intervención.
—De ninguna manera.
—¿Perdón?
—Os lo confirmo: de ninguna manera.
—¿Sabéis con quién estáis hablando?
—Con un administrador, no con un músico. No os toca juzgar los colores que deben darse a una orquestación, en función del texto de la escena y de la presencia de una o varias cantantes. Cuando hago intervenir trombones, lo hago porque son necesarios para entender la obra.
Ofendido, el conde Seeau se prometió a sí mismo que aquel insolente nunca ocuparía el menor puesto en la corte de Karl Theodor.
Munich, 25 de enero de 1781
Wolfgang besó a su padre y a Nannerl.
—¿Un buen viaje?
—Excelente —respondió Leopold.
—¡Si supierais qué contento estoy! El 13, ensayamos el tercer acto, y el 18, los recitativos. Pasado mañana, día de mi aniversario, ensayo general.
—¿Problemas graves?
—¡Una infinidad! He tenido que luchar contra las convenciones de la ópera, la mediocridad de algunos cantores, las insuficiencias del libreto, los defectos de la puesta en escena, la estupidez del conde Seeau y cien obstáculos más. El más molesto ha sido confiar el papel de Idamante, hijo del rey Idomeneo y joven príncipe viril, a un castrado desprovisto de técnica y talento. Como héroe y futuro soberano de Creta, un verdadero petardo. Por desgracia, no queda otra solución. En cuanto vuelva a representarse la ópera, lo sustituiré por un valeroso tenor.
—Espero que no te hayas enfadado con nadie.
—¡Claro que no! Por pura economía, os alojaréis en mi habitación del hotel. ¡Me alegro tanto de volver a veros!
Leopold estaba encantado de asistir al éxito de su hijo. Idomeneo marcaría, tal vez, el inicio de la brillante carrera que él había imaginado. Salzburgo, ciertamente, era sólo un callejón sin salida, pero también un tranquilizador refugio. Un buen puesto en la corte de Munich, cuya reputación musical merecía respeto, sería una verdadera alegría.
Munich, 29 de enero de 1781
Atento, el público del Residenz Theater de Munich asistió a la primera representación de Idomeneo, rey de Creta[34], ópera seria de Mozart, bajo la batuta del director de orquesta Cannabich.
La partitura no produjo entusiasmo en momento alguno.
—Hermosa música, aunque algo estirada —murmuró el conde Seeau al oído de su vecina, una pretenciosa que presumía de su infalible gusto.
—Es normal, querido amigo. Imaginadlo, una ópera de viejo estilo con un libreto aburrido. Es imposible interesarse por esas marionetas cuyas emociones son tan convencionales que nos dejan fríos.
—Algunas melodías no son desagradables.
—¿Ah, cuáles?
—Los coros, por ejemplo. A mi entender, nunca se ha oído algo semejante.
—¡Demasiado largos y demasiado dramáticos! Creedme, ese Idomeneo no aguantará demasiado en el escenario y pronto se olvidará al tal Mozart.
Esa crítica radical se propagaría con la rapidez del relámpago. Al mediocre músico salzburgués le caería encima el Todo-Munich y nunca más tendría la ocasión de representar allí una de sus obras, suponiendo que compusiera otras…