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Munich, 1 de diciembre de 1780
Al finalizar el primer ensayo del primer acto de Idomeneo, con una orquesta reducida, la satisfacción fue general. Instrumentistas y cantantes apreciaron la música de Mozart, que sufría un catarro.
—Mi resfriado y mi bronquitis se agravan —le confesó al tenor Raaff—. Más nos caldeamos cuando el honor y la reputación están en juego. Nos lanzamos a fondo, aunque mantengamos la sangre fría.
De hecho, el director de orquesta manifestaba tanto ardor que todos le seguían los pasos, hasta superar sus límites técnicos. Sólo el viejo Raaff siguió solicitando cambios, consciente de que apenas podía seguir el ritmo.
—¿Sabes ya la gran noticia? —le preguntó a Wolfgang.
—¿Una guerra?
—¡Afortunadamente, no! La emperatriz María Teresa de Austria acaba de morir.
—¡Un luto oficial, pues!
—Tranquilízate, habrá terminado antes de la primera representación de Idomeneo. Esa muerte no parece afligirte demasiado.
—Un luto demasiado largo no proporciona tanto provecho al muerto o a la muerta como perjuicios a un gran número de vivos. El día 8, ensayo de los dos primeros actos.
Munich, 16 de diciembre de 1780
A causa del retraso atribuible a un copista demasiado lento, el segundo ensayo había sido aplazado. Aunque resfriado y bronquitis comenzaban a atenuarse, otra calamidad amenazaba a Wolfgang: ¡el gran muftí! Las seis semanas concedidas por Colloredo terminarían muy pronto. Ahora bien, el estreno de la ópera se había fijado para el 20 de enero del año siguiente. Por consiguiente, era imposible regresar a Salzburgo en la fecha prevista.
—El príncipe-arzobispo y esa puntillosa nobleza me resultan cada día más insoportables —confió Wolfgang a Raaff, satisfecho por fin con su papel.
—Evita expresar en voz alta ese tipo de opiniones —le recomendó el tenor—. Si deseas una hermosa carrera, no critiques a los que nos dirigen. Sin ellos, se acabó el teatro, se acabó la orquesta, se acabaron los cantantes y se acabó, incluso, el trabajo.
Entregado al júbilo de encontrarse lejos de Salzburgo y ver representar su obra, Wolfgang olvidó al gran muftí y dirigió a los músicos con un dinamismo comunicativo.
Munich, 23 de diciembre de 1780
Durante el tercer ensayo de Idomeneo, un importante espectador se acomodó en la primera fila: se trataba del príncipe-elector Karl Theodor.
A pesar de los compromisos de Mozart, prefería comprobar personalmente el estado de la obra.
Wolfgang, siempre tan dinámico, arrastró a los músicos a un torbellino dramático donde, sin embargo, ninguna línea melódica quedó desnaturalizada.
—Magnífico —afirmó Karl Theodor—. Nadie imaginaría que en una cabeza tan pequeña se ocultase algo tan grande. Sobre todo, Mozart, no os relajéis.
—No temáis, alteza.
Viena, 25 de diciembre de 1780
—¿Deseabais verme con urgencia, conde de Pergen? —se sorprendió el emperador José II.
—En efecto, majestad —respondió Anton, extremadamente tenso.
—¿Qué es eso tan importante, pues?
—La emperatriz María Teresa me había puesto a la cabeza de un servicio secreto encargado de vigilar las logias masónicas. Con un abnegado colaborador y una red de confidentes pacientemente tejida, he conseguido elaborar unos detallados expedientes que están a la disposición de vuestra majestad.
—María Teresa era muy creyente y detestaba la francmasonería, pues sospechaba que quería derribar los tronos. Puesto que tanto habéis trabajado, ¿cuáles son vuestras conclusiones?
—La emperatriz no se equivocaba. Existen varios movimientos masónicos, de diversa importancia e influencia, cuya lista he establecido y que ofrecen puntos en común: la afición por el secreto, la defensa de ideales contestatarios, la voluntad de formar una nueva élite, el estudio de símbolos misteriosos, la práctica de rituales extraños y ambiciones políticas. Así, la Estricta Observancia templaria intenta resucitar el viejo orden caballeresco y devolverle su pasado esplendor.
—Simple utopía, ¿no os parece?
—Lo dudo, majestad.
—¿Y esa Estricta Observancia se ha implantado en Viena?
—Afortunadamente, no; pero hay otros peligros, el principal de los cuales me parece la aparición de una nueva orden que reúne a francmasones e intelectuales, los Iluminados de Baviera.
El delgado informe que acababa de recibir Anton, justo antes de esa entrevista decisiva, le había helado la sangre. Esta vez, el peligro se agravaba. Y debía convencer a José II de no tratarlo a la ligera.
—¿Conocéis los nombres de estos intelectuales?
—Todavía no, majestad. Este movimiento sigue siendo muy hermético. Necesitaría tiempo y destreza para desvelar todos sus secretos. Lo único cierto es que las logias masónicas no dejan de conspirar.
—¿Acaso la francmasonería no predica una fraternidad que mucha falta hace a los humanos? Demasiado autoritarismo e injusticia pueden llevar a la revuelta y al caos. Escuchemos al pueblo y no cerremos nuestro espíritu a las nuevas ideas.
Joseph Anton se puso lívido.
Era evidente que algunos francmasones bien situados influían en el emperador, rogándole que no ejerciera contra ellos represión alguna.
El enorme trabajo de Joseph Anton no había servido de nada. Tendría que exiliarse a provincias y roerse las uñas asistiendo a la decadencia del imperio, minado por las utopías masónicas.
—Dicho eso —prosiguió José II—, pretendo gobernar sin debilidad y combatir cualquier ideología que amenace los valores fundamentales sobre los que hemos edificado nuestra grandeza y nuestra prosperidad. Por eso vais a proseguir vuestras investigaciones, señor conde, y seguiréis llenando vuestros expedientes con la más extremada discreción. No toleraré incidente alguno. Dependeréis sólo de mí y guardaréis absoluto secreto.
—No cometeré ningún error, majestad, y seréis el soberano de Europa mejor informado sobre los verdaderos objetivos de la francmasonería.