13

Munich, 13 de noviembre de 1780

Me satisface teneros aquí —le dijo el príncipe-elector Karl Theodor a Mozart—. ¿Progresáis de modo satisfactorio?

—Muy satisfactorio, alteza.

—¿Nuestro Idomeneo estará listo a tiempo?

—No temáis. Tengo la cabeza despejada y me alegra mucho trabajar. —Un hermoso tema, ¿no es cierto?

—Siempre que el libreto se mejore, pues el capellán Varesco no comprende las exigencias de la música.

—¡Cuento con vuestro sentido de la diplomacia, Mozart!

—Podéis hacerlo, vuestra alteza.

—Y por parte de los cantantes, ¿no hay problemas?

—Algunos.

—Fáciles de resolver, espero.

—Me las arreglaré.

—¡Perfecto, Mozart, perfecto! Quiero que sea un éxito.

—También yo, alteza.

—Hicisteis bien regresando a Salzburgo y sirviendo a un príncipe tan ilustrado como Colloredo. En adelante, vuestra carrera está asegurada.

Munich, 20 de noviembre de 1780

El tenor Raaff, tan simpático antaño, no dejaba de importunar a Wolfgang pidiéndole que modificara su papel y lo adaptara a sus declinantes facultades vocales. Por lo que se refiere al castrado Del Prato, intérprete de Idamante, el hijo del rey Idomeneo, eran tan inexperto que el compositor tenía que cantar con él enseñándole cada nota. Totalmente desprovisto de método, se comportaba como un niño.

¡Afortunadamente, las cantantes eran excelentes!

A pesar de sus ocupaciones, que no le dejaban ni un momento de reposo, Wolfgang garabateó, para su amigo Schikaneder, una melodía que debía intercalarse en una ópera de Gozzi titulada «Warum, o Liebe… Zittre, töricht Herz und leide!»[33], que envió de inmediato a Salzburgo.

A pesar de la fatiga, el joven creador vivía momentos de exaltación. ¿Acaso no se estaba cumpliendo su sueño, escribir una ópera y hacer que se representara? Disfrutaba, de nuevo, de la esperanza y de cierta forma de libertad. Y esa felicidad la debía a su protector, Thamos. Él era, sin duda, quien había convencido a Karl Theodor para que encargara el Idomeneo. Ciertamente, Wolfgang habría preferido proseguir con su exploración del universo de los sacerdotes del sol, ¿pero no lo ponía el tema de la obra en contacto con los dioses?

Salzburgo, 29 de noviembre de 1780

«Decididamente —pensó Emmanuel Schikaneder—, el tal Mozart trabaja muy bien. La melodía prometida ha llegado a tiempo. Es un hombre de palabra, ¡cosa rara hoy en día!».

El hombre de teatro, que era francmasón, no lamentaba haber escuchado el consejo de un hermano, un tal conde de Tebas, que le recomendaba pasar por Salzburgo, donde, esa misma noche, su nueva obra de gran espectáculo, Ojo por ojo, iba a provocar el entusiasmo del público.

Nacida durante las borracheras en compañía de los actores del grupo, estaba sazonada con una burbujeante comicidad para que los espectadores no ingirieran un estofado indigesto o recalentado.

Ni las payasadas ni los buenos chistes caldearon a la concurrencia.

La nobleza y la burguesía salzburguesas carecían de humor, como pudo comprobar Schikaneder con gran decepción. Un emisario del príncipe-arzobispo abordó al director de la compañía.

—Como podéis ver, ese tipo de espectáculo no gusta demasiado en nuestro principado.

—¡Pues había motivos para reírse!

—Salzburgo detesta la grosería.

—Tengo otras obras en el repertorio.

—Tras semejante fracaso, más os valdrá probar suerte en otra parte.

Schikaneder se atragantó.

—Debo comprender…

—Haced el equipaje en seguida. Nuestro teatro aguarda a otras compañías.

Viena, 29 de noviembre de 1780

El médico, vestido de negro, se inclinó ante José II.

—Majestad, Dios acaba de acoger en su seno el alma de la emperatriz María Teresa.

Único dueño, ahora, del Imperio austríaco, José II no manifestó emoción alguna. Hacía mucho tiempo ya que la vieja dama, demasiado apegada a la Iglesia, no gobernaba en realidad, aunque conservase la capacidad de bloquear reformas indispensables.

De rostro muy largo, con las mejillas llenas de arrugas, austero, ahorrador, vestido con sencillez, el emperador reunió a sus ministros.

—Las grandes cosas deben hacerse de golpe —declaró—. Cualquier cambio, antes o después, suscita controversias. El mejor modo de hacerlo es informar al público de sus intenciones desde el comienzo y, una vez tomada la decisión, sin escuchar opinión contraria alguna, llevarlas a cabo resueltamente.

La firmeza del tono y la claridad de las intenciones sorprendieron, era evidente que el reinado de José 11 no estaría marcado por la indolencia.

—¿Cuál será nuestra línea política, majestad? —preguntó el decano de los dignatarios.

—Se resume en pocas palabras: el Estado debe asegurar el mayor bien al mayor número. Confirmar la abolición de la esclavitud y la servidumbre, mejorar el sistema penal, asegurar la igualdad ante el impuesto, limitar los poderes de la nobleza y la Iglesia, suprimir los monasterios y los conventos que no cumplan función social alguna, favorecer la tolerancia y la libertad de pensamiento: he aquí las medidas urgentes que se adoptarán por medio de ordenanzas.

—Majestad, ¿no teméis…?

—El mundo cambia. No admitirlo y negarse a las reformas llevaría al imperio a su ruina. Adelantémonos y probemos al pueblo que gobernamos en su favor y no por nuestra vanagloria o nuestro beneficio personal.

Viena, 30 de noviembre de 1780

Joseph Anton, abatido y con un nudo en el estómago, bebió un gran vaso de vino tinto. La muerte de su protectora, María Teresa, era una catástrofe. Sólo ella financiaba su servicio secreto cuya existencia ignoraba el jefe de la policía.

El primer discurso de José II no dejaba duda alguna: al afirmarse liberal, el emperador abría de par en par las puertas a todas las ideas, ¡incluso a la francmasonería!

Anton contempló con amargura las pilas de expedientes pacientemente acumulados. Tanto trabajo inútil, tantos esfuerzos vanos, tantos descubrimientos condenados a desaparecer… No se resignaba a quemar las hojas cubiertas de una pequeña y prieta caligrafía, precisa y sin interrupción. No había rastro de pasión o arrebato, sólo una meticulosidad científica que excluía la vaguedad y el error.

Sin embargo, era preciso destruir las pruebas de su actividad, ilegal ahora.

—¡Pues no!

Dando un puñetazo en la mesa, decidió tomar la iniciativa. ¿Acaso, al obedecer a la difunta emperatriz, no había servido a su país?

En vez de sabotearse, defendería su causa explicando al emperador por qué la francmasonería era tan peligrosa.