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Estrasburgo, 16 de septiembre de 1780
Thamos, que se preguntaba sobre las cualidades iniciáticas y las verdaderas intenciones de Cagliostro, acudió a la capital de Alsacia para asistir a una Tenida dirigida por el extraño personaje que alardeaba de haber seducido a uno de los altos dignatarios franceses, el cardenal de Rohan. El prelado estaba convencido de que Cagliostro sabía fabricar oro y se lo proporcionaría en caso necesario.
Thamos esperaba, pues, un ritual alquímico inspirado en el Antiguo Egipto y portador de conocimientos fundamentales, pero asistió a un espectáculo muy distinto.
En medio del local, el mago depositó una copa de agua pura.
Luego ordenó que entrara una joven, Colombe, y un muchachito, Pupille, a quienes pidió que leyeran el mensaje de los ángeles y los profetas. Entraron luego en contacto con el alma de los muertos queridos por las personas presentes.
Terminada la sesión, Thamos interrogó a Cagliostro.
—¿Eso es lo esencial de vuestra iniciación?
—A vos, y sólo a vos, puedo deciros la verdad: recojo fondos para desarrollar mi red de logias. El cardenal de Rohan acaba de concederme, por lo demás, nuevos subsidios. El día en que revele mis verdaderos secretos, vos estaréis presente y comprenderéis el sentido de mi Búsqueda.
Salzburgo, 17 de septiembre de 1780
Hombre de teatro de la cabeza a los pies, Emmanuel Schikaneder era, a la vez, director de compañía, actor, cantante, director de escena, coreógrafo e, incluso, compositor cuando las circunstancias lo exigían. Con veintinueve años de edad y aspecto floreciente, ostentaba una abundante cabellera negra. Su gruesa mandíbula y su mentón con hoyuelo revelaban una determinación a toda prueba.
En aquel hermoso anochecer de finales de verano, la compañía de Schikaneder actuaba en el teatro de Salzburgo, donde el actor itinerante pensaba instalarse por algún tiempo. En el programa figuraban Calderón, Goldoni, Lessing y Shakespeare, pero también autores menos difíciles e incluso comedias escritas por él con un solo deseo: complacer al público, divertirlo, sorprenderlo, hechizarlo. Schikaneder, que se entregaba en cuerpo y alma, velaba por cada detalle y podía representar jóvenes protagonistas, padres nobles o simples campesinos.
Quería conquistar la ciudad con una obra burlesca, La alegre miseria o los tres aprendices mendigos, y representaba en ella el primer papel, llorando alegremente por su suerte.
Como los demás espectadores, Wolfgang sonrió. Y el 1 de octubre asistió a la representación del Bajel de Ratisbona, patria de Schikaneder, de la que se burlaba por medio del personaje de un criado que cantaba una melodía «al modo turco». Prendado de los efectos especiales, que iban de los fuegos artificiales hasta las variaciones de iluminación, el actor hizo actuar a monos y osos, que se libraron a mil trucos.
Aquella orgía de lo maravilloso encantó a Wolfgang, que no dejó de felicitar al director de escena.
Entre ambos hombres brotó de inmediato una corriente de simpatía.
—¿Sois actor?
—Músico en la corte. Me llamo Wolfgang Mozart.
—Mozart… ¿El niño prodigio del que habló toda Europa?
—Hoy soy un simple organista al servicio del príncipe-arzobispo Colloredo.
—Entre nosotros, no es que tenga mucho sentido del humor.
—Y ése es el menor de sus defectos…
—¿Hay muchas distracciones en Salzburgo?
—Vos nos traéis una bocanada de aire fresco, señor Schikaneder. ¿Aceptaríais cenar en mi casa?
—¡Con mucho gusto! Mi esposa Éléonore, una excelente actriz, os contará mil y una anécdotas.
A pesar de las reservas de Nannerl, a Leopold le gustó el matrimonio Schikaneder.
El jovial actor resultó ser un excelente lanzador de dardos y, encantado con aquella nueva amistad, regaló unas entradas a la familia Mozart para toda la temporada salzburguesa.
Brunswick, 19 de septiembre de 1780
Femando de Brunswick se había derrumbado. Acababa de terminar la lectura de un panfleto anónimo titulado La piedra del tropiezo y la roca del escándalo desveladas para todos mis conciudadanos alemanes fuera y dentro de la séptima provincia.
Aquel texto abominable desvelaba la organización de la Estricta Observancia y sus puntos débiles, contaba su historia secreta, exponía el contenido de sus grados y criticaba a sus jefes.
¿Quién podía ser el autor de semejante traición, sino una de las criaturas del duque de Sudermania, furioso al no poder obtener el poder absoluto y que prefería sabotear el navio?
Tras haber consultado con Carlos de Hesse, el Gran Maestre decidió reunir a sus hermanos en un convento, en Wilhelmsbad, con el fin de salvar la orden, gravemente amenazada. Para preparar los debates de aquella asamblea, planteó varias cuestiones a todas las logias: en primer lugar, ¿tiene la orden verdaderos superiores? ¿Quiénes son? ¿Dónde residen? ¿Se vincula a una sociedad más antigua y, en ese caso, a cuál? ¿Desciende de la Orden del Temple?
En segundo lugar, ¿cómo deben organizarse del modo más apropiado el ceremonial y los rituales?
En tercer lugar, ¿puede restaurarse económicamente, con toda seguridad, la Orden del Temple?
En cuarto lugar, ¿el objetivo asignado a la orden debe ser público o interior? ¿La beneficencia, el apoyo mutuo entre hermanos y la educación de los hombres para el Estado pueden constituir los objetivos exteriores que justifiquen la existencia de la sociedad?
En quinto lugar, ¿existen algunos conocimientos cuyo único depositario sea la orden?
Como su ángel custodio no se manifestó en modo alguno, Carlos de Hesse se preguntó sobre el fundamento de esa pasmosa andadura.
—¿No exponemos, así, nuestras dudas al conjunto de los hermanos?
—Al advertir vuestra sinceridad, los Superiores desconocidos acudirán en nuestra ayuda —estimó Femando de Brunswick.