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Salzburgo, 1 de febrero de 1780

Wolfgang esperaba trabajar de nuevo con Thamos, pero fue Johann Andreas Schachtner, escritor y trompetista de cuarenta y nueve años, quien se presentó en su casa con un libreto de ópera bajo el brazo.

—Un rico comanditario me ha confiado la adaptación de un texto, siempre que os la encargue a vos.

Schachtner se había interesado ya por Bastián y Bastiana y había traducido al alemán La finta giardiniera. Ignoraba que El serrallo[18] derivaba de un relato del francmasón Lessing, Nathan el Sabio, en el que desarrollaba ideas abordadas en los trabajos de la logia.

—¿Un vaso de ponche? —propuso Wolfgang.

—¡Con mucho gusto! Me ayudará a olvidar el invierno para transportamos a Oriente, a casa del sultán Solimán, un implacable tirano. Sin dejar de gemir por su suerte, sus esclavos parten piedras. Entre ellos, un cristiano, Gomatz. Desesperado, agotado, se adormece ante los ojos de la hermosa y hosca Zaida, cristiana y futura favorita del serrallo. La muchacha deposita su retrato junto al durmiente.

—En cuanto despierta —intervino Wolfgang—, él lo contempla y se enamora de ella. Juntos, cantan su deseo de evadirse y vivir su amor en libertad. Pero ¿cómo van a escapar?

—Gracias a Allazim, un servidor del sultán que no aprueba el comportamiento de su dueño. Conmovido por su valor, los ayuda a salir de la prisión y a llegar a la ribera. Amanece y los dos jóvenes y su salvador se despiden.

—Ruge la tormenta —precisó el compositor—, y los soldados del sultán capturan de nuevo a nuestros héroes.

—En efecto —reconoció el trompetista—. Osmin, un mercader de esclavos, los devuelve a Solimán atados de pies y manos, y éste decide ejecutar al trío de fugitivos.

—Zaida intenta enternecer al monstruo, en balde. Ante tanta crueldad, clama su sed de libertad y su amor por Gomatz. Morirán con la cabeza bien alta.

—Imposible terminar con semejante tragedia —decidió Schachtner—. Allazim recuerda a Solimán que, antaño, le salvó la vida. El sultán, agradecido, le concede gracia.

—Allazim no abandonará a su suerte a ambos jóvenes. ¿De qué modo va a salvarlos?

—Revelando que son su hijo y su hija. El sultán les concede la vida y la libertad.

—¡Me gusta el tema!

—¿Acaso no celebra la magnanimidad de un gran señor cuya crueldad parecía inquebrantable? Perdonando, demuestra su sabiduría.

«Si el gran muftí pudiera inspirarse en Solimán», pensó Wolfgang.

Frankfurt, 25 de febrero de 1780

Finalmente, el profesor Adam Weishaupt, de treinta y dos años de edad, veía cumplirse su sueño. La orden secreta de los Iluminados de Baviera ya no era una utopía, puesto que hoy contaba con setenta miembros de notable importancia cuya autoridad intelectual gravitaría sobre la evolución de las mentalidades y de la sociedad.

La mayoría de los Iluminados eran también hermanos de la Estricta Observancia y comenzaban a convertir a muchos francmasones a su visión del mundo, dominada hasta ahora por el catolicismo.

El poderoso impulso ideológico que Weishaupt imprimía ya se anunciaba irresistible, pero se topaba con un importante obstáculo: el contenido de los rituales. Los francmasones no se contentarían con teorías, por muy innovadoras y seductoras que fuesen. Algunos deseaban celebrar ceremonias, manejar símbolos y acceder al conocimiento de los misterios, más allá de la filosofía.

En este terreno, al jurista Adam Weishaupt le faltaba, cruelmente, la competencia. Por eso se dirigió a un afamado especialista en rituales masónicos, el barón del Imperio Adolfo von Knigge. Originario de Hannover, desprovisto de tierras y fortuna pese a su pomposo título, aquel joven de veintiocho años, protestante liberal, era a la vez dramaturgo, poeta y hombre de negocios.

Iniciado en Cassel[19], pertenecía a la esfera superior de la Estricta Observancia[20], pero no había sido admitido en los rosacruces de Berlín. De esa humillante experiencia conservaba una profunda aversión por los místicos cristianos, a los que consideraba incapaces de acceder a una verdadera iniciación.

Adam Weishaupt se presentó y agradeció al barón Adolfo von Knigge que hubiera aceptado verle en secreto.

—¿Por qué tanto misterio? —preguntó Von Knigge.

—Porque dirijo una orden masónica, los Iluminados de Baviera, desconocida por las autoridades y la policía.

—¡Peligrosa iniciativa, profesor!

—Si se desea cambiar el mundo y servir a la humanidad, hay que saber aceptar riesgos.

—Cambiar el mundo… ¡No os andáis con chiquitas!

—¿Os parece que nuestra sociedad es libre, justa y armoniosa?

Von Knigge hizo una mueca desengañada.

—Sería estúpido pensar eso.

—¿Nuestra querida francmasonería os parece a la altura de las circunstancias?

—No siempre, hermano mío. Sin embargo, es la única vía que me parece digna de interés, puesto que los sistemas filosóficos ordinarios no me convencen. En religión, floto entre la fe y la incredulidad, pues las distintas doctrinas están vacías de sentido. Sin embargo, cualquier revolución brutal sería condenable. No supondría progreso alguno si los hombres, a causa de sus pasiones, siguen siendo lo que hoy son. Sólo la mejoría intelectual y moral de la humanidad modificará la situación.

—Algunos jesuitas, infiltrados en las logias, intentan pervertir a los francmasones llevándolos hacia la Iglesia de modo insidioso.

—Es cierto —reconoció el barón Von Knigge—, especialmente los círculos de la Rosacruz de Oro.

—Los Iluminados de Baviera quieren detener esta deriva, sin escandalizar a sus hermanos, aunque proponiéndoles un nuevo camino.

—¿Cómo vais a hacerlo?

—Ofreciendo nuevos rituales más ricos y profundos que los de la Estricta Observancia.

—¿Están ya redactados?

—En esbozo —reconoció Weishaupt—. Pero solo no conseguiré llevar a cabo esa tarea. Solicito vuestra ayuda y vuestros consejos.

—Sed claro, hermano mío: ¿deseáis que escriba los rituales de la orden de los Iluminados de Baviera?

—Si aceptáis, barón, haríamos progresar la francmasonería de modo significativo.

—Acepto.