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Salzburgo, 15 de enero de 1780

La compañía de Böhm, que pasaría aún algunos meses en el principado, ensayaba El rey Lear de Shakespeare. Wolfgang llamó al director cuando salía del teatro.

—¿No teníais que montar, este mes, Thamos, rey de Egipto?

—En efecto, señor Mozart, en efecto. Pero el proyecto resulta más complejo de lo previsto y…

—¡No os burléis de mí! El texto y la música están a vuestra disposición, yo estoy preparado para dirigirla y vuestros actores están acostumbrados a aprender obras más largas y difíciles.

—Es cierto, pero las condiciones técnicas…

—¡Decidme la verdad, os lo ruego!

Böhm no se atrevió a mirar a Mozart a la cara.

—En Salzburgo sólo somos huéspedes de paso, y debemos tener la aprobación de las autoridades para montar cualquier obra.

—¿Os la han negado?

—No la he obtenido, y me han desaconsejado insistir.

—¿Por qué razón?

—El drama habría sido representado ya, al menos parcialmente y sin éxito alguno, y vuestra música no le ha gustado al príncipe-arzobispo. De modo que es mejor no insistir.

—¿Renunciáis a representar Thamos, rey de Egipto?

—No me dejan otra opción —declaró Böhm, desolado—. Me habría gustado tanto satisfaceros y obtener un gran éxito.

Wolfgang no puso en duda la sinceridad de su interlocutor.

Colloredo… ¡Siempre Colloredo! El gran muftí decidía, juzgaba y prohibía.

Wolfgang, asqueado y cansado, regresó con lentos pasos a su casa, sin sentir el mordisco del gélido viento. Ya no tenía ganas de componer. ¿Para qué crear obras nuevas y originales, si nunca iban a ser representadas? Y en cuanto a producir una retahila de obritas destinadas a contentar al príncipe-arzobispo, ya no sentía valor para hacerlo. Ya sólo le quedaba cumplir con sus funciones de organista de la catedral.

Lyon, 20 de enero de 1780

Informado de los sinsabores que estaba viviendo la Estricta Observancia templaria, Jean-Baptiste Willermoz escribió a Femando de Brunswick y a Carlos de Hesse, dos grandes señores a quienes admiraba por sus títulos y su posición social.

Gracias a su saber oculto, el místico lionés le aseguró a Carlos de Hesse que un ángel protector permanecía continuamente a su lado y que produciría ruidos sobrenaturales cuando aprobara su conducta.

Luego precisó: «La francmasonería no tiene esencialmente más objetivo que el conocimiento del hombre y de la naturaleza; basada en el templo de Salomón, no puede ser ajena a la ciencia del hombre, puesto que todos los sabios que han existido desde su fundación han reconocido que el famoso templo sólo existió, a su vez, en el universo para ser el arquetipo universal del hombre general en sus estados pasado, presente y futuro».

Asestadas estas verdades, Jean-Baptiste Willermoz abrió su círculo de operación, donde practicaría la magia divina durante tres noches consecutivas, tras haber impuesto a los adeptos el ayuno y la abstinencia. Les comunicaría la tabla alfabética de los veinticuatro mil nombres de los Patriarcas, los Apóstoles y los Profetas, el cuadro de las veintiocho moradas lunares, el compendio de los jeroglíficos que designaban los planetas-ángeles y la receta de fabricación del óleo de unción.

Muy pronto, los discípulos del comerciante lionés reinarían sobre la francmasonería y la devolverían a Cristo salvador.

Salzburgo, 27 de enero de 1780

Anton Stadler intentó en vano alegrar la comida del vigesimocuarto aniversario de Wolfgang. Nannerl estaba tan funesta como de costumbre, y el propio Leopold deploraba la tristeza de su hijo, incapaz de componer. Ni siquiera Miss Pimperl conseguía ya distraerlo.

—Perdonadme, tengo ganas de caminar.

Rechazando una suculenta tarta de manzana, Wolfgang recorrió al azar las calles nevadas y desiertas que formaban los corredores de una cárcel de la que jamás saldría.

La alta silueta de Thamos el egipcio le cerró el paso.

—¿A qué viene tanto desespero, Wolfgang?

—¿Acaso no estáis informado del desastre?

—Claro que sí.

—No compondré nunca más.

—¿Vas a doblegarte ante el gran muftí?

El joven se irguió de nuevo.

—¡Jamás!

—¿No anula ese jamás al precedente?

—¡Era tan importante para mí Thamos, rey de Egipto!

—La obra no ha muerto. Al profundizar en ella, has franqueado una nueva etapa hacia el templo que tu música comienza a evocar. Ninguna de tus percepciones te será inútil.

—¡Colloredo me amordaza!

—Destruir su poder no será fácil, lo admito. Puesto que los misterios egipcios no gustan, cambiemos momentáneamente de estrategia.

Los ojos de Wolfgang recuperaron cierto fulgor.

—¿Otro proyecto?

—Un himno a la libertad, en forma de fábula que recupere temas de moda y no escandalice a Colloredo.

—No se trata de un encargo suyo, por lo que prohibirá la obra.

—Es posible. ¿Prefieres renunciar a ello?

—La libertad… ¡Sueño con ella todas las noches!

—Decídete entonces.

La reflexión fue breve.

—¡Tengo demasiadas ganas de escribir! ¿Qué me proponéis?

—La historia de una mujer injustamente encarcelada y que quiere recuperar la libertad.

Wolfgang encontró de nuevo su sonrisa.