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Brunswick, 8 de octubre de 1779
El Gran Maestre de la Estricta Observancia había enviado un emisario a Florencia, donde, según algunos hermanos, residía un Superior desconocido.
¡Waechter estaba, por fin, de regreso!
Bajo, corpulento y voluble, tenía un aspecto triunfal.
—¡Alteza, éxito total! He encontrado a un ser excepcional que me ha iniciado en una logia de la Rosacruz. Evoca a los espíritus y los hace presentes en la tierra.
—¿Su nombre?
Waechter pareció turbado.
—He jurado secreto.
—¿Qué te ha aconsejado, sobre nuestro tema?
—Hay que seguir, aunque acercándoos a los espíritus y a la Rosacruz, la vía templaria no lleva a ninguna parte.
Un largo silencio siguió a esta declaración.
—Has cumplido tu misión —advirtió el Gran Maestre—. Vete a Dinamarca, donde te convertirás en ministro y chambelán.
Como no esperaba semejante ascenso, Waechter hizo una gran reverencia.
Femando de Brunswick cogió la pluma.
—Envío una circular a todos los capítulos de la Estricta Observancia —decretó— para recordarles que yo, el Gran Maestre, poseo conocimientos secretos. Para elevarse hasta ese saber, los hermanos tendrán que mostrarse virtuosos y respetar más la moral. En adelante, el rango jerárquico ocupado por un francmasón dependerá de su grado de iniciación a esta ciencia esotérica.
—¿Y nuestra filiación templaria? —se inquietó Carlos de Hesse.
—Escuchemos a los Superiores desconocidos, cuya sabiduría nos dirige. Rechazo, pues, oficialmente esta filiación y cualquier vínculo histórico con los templarios. Renuncio a restaurar materialmente la Orden del Temple. Cada hermano aceptará esta decisión y retomará por su cuenta mis ideas. De lo contrario, dimitiré.
Esta vez, el barón de Hund, fundador de la Estricta Observancia templaria, estaba realmente muerto.
Viena, 15 de octubre de 1779
Joseph Anton leyó lentamente la «circular Brunswick» que Geytrand acababa de entregarle.
—¡Pasmoso! ¿Por qué el duque se sabotea así?
—Porque un emisario, Waechter, le ha transmitido las directrices de un espíritu oculto.
—¿Y el Gran Maestre se ha dejado atrapar por ese discurso?
—Para muchos francmasones, la existencia de los Superiores desconocidos no puede ser cuestionada. El duque de Brunswick y Carlos de Hesse creen en ella a pies juntillas.
—También otros creen en Cristo, en Mahoma o en no sé qué dios —murmuró Anton—. ¿Será el tal Waechter uno de los Superiores?
—Sólo es un charlatán al que el Gran Maestre concede, ingenuamente, su confianza. Como recompensa, ha obtenido un buen puesto en la corte de Dinamarca.
—¿De modo que el ideal templario ha terminado?
—Según Femando de Brunswick, sí. Pero de acuerdo con algunos rumores, su circular se está recibiendo bastante mal. Muchos hermanos esperaban la resurrección de la orden caballeresca de la que obtendrían ventajas materiales. Puesto que el duque ha amenazado con dimitir si no se lo escuchaba, los dignatarios lo apoyan. Sin él, todo el edificio se derrumbaría. Pero, ante las críticas y las reacciones negativas, el Gran Maestre ya comienza a retroceder.
—En resumen —concluyó Joseph Anton—, estamos abocados a discusiones sin fin.
—Con un poco de suerte, la orden se derrumbará como un castillo viejo y arruinado, barrido por los malos vientos.
—No cuentes con eso, Geytrand. Suponiendo que Brunswick haya sido realmente desestabilizado, muy pronto recuperará el equilibrio y tomará de nuevo el mando de la embarcación con su habitual firmeza.
Salzburgo, 30 de octubre de 1779
Mientras acariciaba a Miss Pimperl, instalada sobre sus rodillas, Wolfgang pensaba en la desaparición de Fridolin Weber, fallecido el 23 de octubre. Cómo le hubiera gustado tenerlo por suegro y hacer feliz a su hija. A pesar de los éxitos de Aloysia, el buen hombre no había soportado un nuevo traslado a Viena.
—Estamos listos —declaró Anton Stadler.
A regañadientes, el fox-terrier tuvo que abandonar su lugar, y Wolfgang se reunió con su grupo de amigos músicos. Tocaron una sinfonía concertante[16], donde el violín y la viola ocupaban los primeros papeles. A la espera de la representación de Thamos, rey de Egipto, esa obra se había impuesto a su espíritu.
Su esplendor sorprendió a sus primeros intérpretes. Desconcertados por tanta magnitud y audacia expresiva, se sintieron transportados a otro mundo, poblado por incesantes diálogos entre solistas y entre solistas y orquesta, sin romper la unidad del discurso. A pesar del sufrimiento que expresaba el movimiento inicial, los múltiples temas afirmaban esperanza y sed de vivir.
La sabia utilización de los silencios ponía de manifiesto los impulsos melódicos que conmovieron a Anton Stadler.
—Pero qué has compuesto, Wolfgang… ¡Me asombras! ¿Eres realmente un hombre normal?
—¿Y si fuéramos a jugar a bolos?
Berlín, 20 de diciembre de 1779
Dadas las graves dificultades que encontraba el Gran Maestre Femando de Brunswick, los dos rosacruces de oro más activos, Wöllner y Bischoffswerder, decidieron dar un gran golpe. Durante una Tenida de la logia madre[17] de los Estados prusianos, a la que asistían Thamos, conde de Tebas, y varios visitantes notables, el venerable Wollner tomó la palabra en un tono de extrema gravedad.
—Honrados hermanos, la francmasonería vive horas decisivas. Nuestro rito actual, el de la orden templaria, ya no corresponde a nuestras aspiraciones profundas. Ahora debemos vinculamos a otra tradición, la de los rosacruces. El rey de Polonia, Estanislao II, es uno de sus ilustres representantes, y el conde Dietrichstein ha recibido la misión de constituir varios capítulos rosacruces en Austria, Hungría y Baviera.
Estas informaciones sorprendieron a varios dignatarios, que no sospechaban el grado de expansión de aquel movimiento masónico subterráneo.
—¿Continuará, sin embargo, esta logia formando parte de la Estricta Observancia? —preguntó Thamos.
—Imposible —respondió Wöllner—. Nuestra logia madre y todas sus hijas abandonan la orden templaria y se unen a la Rosacruz de Oro.
El abandono de los francmasones prusianos asestaba un duro golpe a la Estricta Observancia. En los labios de los jesuitas ocultos tras los delantales, Thamos vio florecer una leve sonrisa.
Viena, 31 de diciembre de 1779
Joseph Anton pasaba la Nochevieja solo, limitándose a un vaso de vino tinto y a un pedazo de pavo frío. El período de fiestas le exasperaba. Puesto que no creía en Dios ni en el diablo, y menos aún en la bondad humana, no soportaba aquella orgía de religiosidad y los festejos forzosos durante los que los peores enemigos fingían entenderse mientras duraba un banquete.
Él seguía trabajando para preservar el modelo austríaco, la armonía de la sociedad y el respeto por el poder instituido. Cualquier factor de anarquía y desorden debía ser implacablemente perseguido, comenzando por aquella francmasonería de múltiples cabezas cuya destrucción requeriría mucho tiempo.
La Estricta Observancia templaria había sido causa de numerosas noches en blanco, tan peligrosos parecían sus proyectos políticos. Poner en pie una milicia de caballeros ávidos de reconquista, ¿no suponía querer derribar el trono imperial?
Favoreciendo la entrada en las logias de algunos jesuitas, que se guardaban mucho de revelar su pertenencia, Anton deseaba, a la vez, recoger el máximo de informaciones y pervertir el espíritu masónico, orientando a los hermanos hacia un catolicismo teñido de misticismo y de ceremonias ocultas, dicho de otro modo, hacia la Rosacruz de Oro que triunfaba hoy en Berlín.
Una hermosa victoria del conde de Pergen, cuya estrategia consistía en dividir y enfrentar a los movimientos masónicos para impedir una eventual unidad, fuente de un temible poder.
La guerra estaba muy lejos de haberse ganado, pues, a pesar de sus éxitos, no podía mostrarse en el proscenio. Oficiosamente alentado por la emperatriz María Teresa, le inquietaban las tendencias liberales de José II. ¿Sabría reconocer sus méritos y comprender la importancia de su misión?
Sonaron las doce campanadas de medianoche y comenzó un nuevo año. Mientras los jaraneros se abrazaban deseándose salud y felicidad, Anton clasificaba sus expedientes. Ningún francmasón iba a escapar de él, sobre todo en Viena.