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Viena, julio de 1779

Joseph Anton, conde de Pergen, era un fiel servidor de la emperatriz María Teresa, enemiga jurada de la francmasonería. Por orden suya, había creado un servicio secreto que luchaba contra aquel pulpo, que, desde su punto de vista, atacaba las bases de la sociedad, de la moral y de la religión, y tenía como objetivo oculto la conquista del poder.

Anton debía mostrarse extremadamente prudente, pues actuaba sin consultar con el ministro del Interior. El conde, hombre de expedientes, seguía las huellas de la evolución de las órdenes y las logias gracias a una organización de confidentes supervisados por su mano derecha, Geytrand, un ex francmasón. Tras haber traicionado su juramento y a sus hermanos porque no le concedían un ascenso lo bastante rápido, éste ya sólo pensaba en destruirlos.

Joseph Anton, que detestaba el verano, la luz y el calor, cerraba las contraventanas de su despacho, corría las cortinas y trabajaba día y noche a la luz de las lámparas.

Chorreando sudor, con los tobillos hinchados, Geytrand odiaba, también, ese período del año y aguardaba con impaciencia el regreso del frío.

—Señor conde, tengo ya la certeza de que el duque de Brunswick, Gran Maestre de la Estricta Observancia templaria, y su ayudante Carlos de Hesse llevan a cabo una nueva ofensiva.

—¿Contra el duque de Sudermania, el sueco que se ha apoderado de la séptima provincia de esta orden masónica?

—No, las hostilidades parecen haber cesado. Se trata de una nueva orden masónica, los Hermanos de Asia, cuyo carácter subversivo me parece innegable.

—¿Quién es su responsable?

—Dos protegidos de Brunswick.

—Intocables, pues —deploró Joseph Anton, que había sufrido ya un penoso fracaso al atacar directamente a francmasones de alto rango.

En sus filas figuraban numerosos nobles y notables capaces de zurrarle la badana exigiendo el fin de sus investigaciones. Ciertamente, María Teresa lo protegía, pero ¿acaso el verdadero dueño del imperio, José II, se mostraría también hostil a la francmasonería?

—Uno de los fundadores de los Hermanos Iniciados de Asia[11], consejero del rey de Polonia, está muy vinculado a Juan el Evangelista. El otro os sorprenderá. Se llama Hirschfeld.

—¿Un judío?

—Un especialista en el Talmud y en una enorme obra esotérica, el Zohar o Libro del esplendor, que revela los secretos de la Cábala judía.

—¿Informaciones fiables?

—Muy fiables, señor conde.

—¿Tus fuentes?

A Geytrand no le gustaba demasiado hablar de ellas, pero no tenía otra opción.

—Uno de los lacayos del duque de Brunswick, especialmente dotado para escuchar detrás de las puertas y generosamente pagado, y uno de los hermanos de esa nueva orden masónica. Ve con malos ojos su verdadero objetivo: la reconciliación de judíos y cristianos en el seno de una misma religión.

—¡Qué locura! Esos francmasones son más perniciosos aún de lo que creía.

—Probablemente se creará en Viena una logia de los Hermanos de Asia.

—Que todos sus miembros sean fichados y vigilados. No permitiremos que destruyan nuestra sociedad, mi buen Geytrand.

Salzburgo, 3 de agosto de 1779

Dotada de una reducida orquesta, la apacible sinfonía en si bemol mayor[12] había tranquilizado a Leopold. Ninguna tensión, nada dramático, una agradable ductilidad. En cambio, la nueva serenata[13] lo sorprendió, a causa de varios detalles insólitos, chocantes incluso.

La obra, un poco demasiado solemne, se iniciaba con un movimiento lento e incluía un andantino en re menor, sombrío y patético, jamás escuchado aún en semejante contexto. Otra sorpresa: en el seno del segundo trío, una cornamusa tocaba la fanfarria de los coches de posta.

—¿Por qué esas fantasías? —le preguntó Leopold a su hijo.

—Porque aspiro a tomar uno de esos coches y abandonar Salzburgo. Mi primer movimiento rechaza el yugo de Colloredo, y lo describo tal cual es al afirmar, durante el alegro, mi voluntad de combatir.

—Hijo mío, no le digas eso a nadie más. Si el príncipe-arzobispo comprendiese…

La situación no mejoró en absoluto con el divertimento[14] escrito para una rica burguesa de Salzburgo, la señora Robinig, amiga de la familia Mozart. En el andante con variaciones, Wolfgang introdujo pasajes chirriantes, casi agresivos, a modo de revuelta contra ese género fácil que ya no soportaba.

—No aprecio a esa burguesa ni esa música —le dijo a su padre—. Mientras permanezca encerrado en Salzburgo, no la compondré más.

Gracias a su encanto, la obrita gustó a la señora Robinig.

Viena, 10 de agosto de 1779

En un discreto apartamento de la periferia vienesa, desconocido por la policía, Thamos, el conde de Tebas, recibió a dos visitantes notables.

El primero era un mineralogista destinado a la universidad de Viena, Ignaz von Born, de treinta y siete años de edad. Tenía el rostro alargado, una gran frente y los ojos negros, y era también el alquimista y el francmasón con el que contaba Thamos para insuflar en una o varias logias un verdadero espíritu iniciático a partir de la tradición que el egipcio iba revelándole poco a poco.

El segundo invitado era el barón Gottfried van Swieten. De cuarenta y seis años y origen holandés, hijo del médico personal de la emperatriz María Teresa, este brillante diplomático destinado en París, Londres y, luego, Berlín había sido nombrado en 1777 prefecto de la biblioteca imperial y real, donde ocupaba un apartamento oficial.

Enemigo declarado de la francmasonería, se entregaba a un peligroso juego. Se había iniciado en Berlín y se prohibía frecuentar las logias vienesas para tener los oídos cerca del poder y avisar a sus hermanos en caso de amenaza seria. Partidario de las reformas predicadas por José II, esperaba que el régimen se liberalizara.

Entre Ignaz von Born, austero, profundo y silencioso, y Gottfried van Swieten, vividor y voluble, a la corriente más condescendiente le costaba pasar. Sin embargo, Thamos pretendía asociarlos para que edificaran el templo y participaran, cada cual según su propio genio, en la iniciación del Gran Mago.

El primero lo sabía todo del segundo, y a la inversa. La preocupación fundamental del trío era saber si existía una cabeza pensante, agazapada en alguna parte de Viena y encargada de perseguir a los francmasones.

—No he obtenido de ello información alguna digna de fe —declaró Von Born—. Todas las logias de Viena están vigiladas de una forma más o menos estrecha, pero nadie ha oído hablar de otro responsable, salvo el ministro del Interior.

—He tenido ocasión de entrevistarme con el jefe de la policía —precisó Gottfried van Swieten— y hemos compartido nuestra desconfianza con respecto a la francmasonería. Según él, la emperatriz María Teresa se ocupa personalmente de ese caso. ¿Lo habrá entregado a un hombre de confianza, y cómo desenmascararlo? Hacer demasiadas preguntas levantaría sospechas.

—No corráis riesgo alguno, barón.

—¿Y vos, Thamos, cómo escapáis a la policía de la emperatriz?

—Viajo mucho y dispongo de varios domicilios. En cuanto aparece un movimiento masónico que podría ser útil a la iniciación, debo apreciar su importancia. A pesar de las dificultades con las que nos enfrentamos, es preciso seguir construyendo el templo aquí, en Viena.

—¿Cuándo cruzará el umbral el Gran Mago? —preguntó el mineralogista.

—Ni el hombre ni el músico están listos aún —respondió el egipcio—. Tanto por su parte como por la nuestra, queda mucho trabajo por hacer.