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Reval[5], marzo de 1779
Antes de la destrucción de su monasterio por los musulmanes, el abad Hermes, heredero de la tradición iniciática, había confiado a su discípulo Thamos la misión de preservarla transmitiéndola al Gran Mago, nacido en Occidente.
Con la muerte en el alma, Thamos había abandonado su país para buscar a aquel ser excepcional y preparar un medio favorable para su iniciación a los Grandes Misterios, en cuyo transmisor se convertiría a su vez.
Wolfgang Mozart era el Gran Mago, y la francmasonería el único medio capaz de elevarlo hacia la Luz.
Sin embargo, Thamos el egipcio, convertido en conde de Tebas y asegurándose la fortuna gracias a la práctica de la alquimia, dudaba.
Mozart era también un joven de veintitrés años cuyo genio permanecía encerrado aún en una ganga de sentimientos, ambiciones y decepciones. ¿Bastarían para romperla su pureza, su voluntad y su deseo de conocimiento?
Por lo que a la francmasonería se refería, dividida en varias ramas más o menos hostiles unas con otras, ¿sabría superar las convenciones, el folclore y las vanidades de sus dirigentes para formar un verdadero receptáculo iniciático? Thamos había puesto carne en varios asadores y recorría Europa para examinar de cerca cualquier iniciativa individual o colectiva, en busca de hermanos o de logias capaces de formar al Gran Mago.
En Reval, localidad cercana al mar Báltico, el egipcio asistía a la creación de la logia Isis, bajo el impulso de un curioso personaje de treinta y seis años de edad, el conde Alejandro de Cagliostro, pseudónimo de Joseph Balsamo. Iniciado en Londres[6] en 1777, en una logia formada por zapateros, canteros y peluqueros, afirmaba que «toda luz procedía de Oriente y toda iniciación de Egipto».
Cagliostro, que prolongaba la enseñanza del alquimista Paracelso, afirmaba conocer el secreto de las hierbas, de las piedras y de las palabras mágicas, y poseer un elixir de salud.
El hombre tenía un aspecto realmente imponente. Al ver a Thamos, se crispó.
—¿De dónde venís, hermano mío?
—Del monasterio del abad Hermes.
—¿Dónde está?
—En el sur de Egipto. Hoy, es sólo ruinas, pero su irradiación perdura.
—Yo soy noble y viajero. Actúo y la paz regresa a los corazones, la salud a los cuerpos, la esperanza y el valor a las almas. Todos los hombres son mis hermanos, todos los países me son queridos. Los recorro de modo que, en todas partes, el Espíritu pueda descender y abrirse camino hacia nosotros.
—Perdonad mi desvergüenza, pero ¿cómo habéis recibido la iniciación?
—Tuve la gracia, como Moisés, de ser admitido ante el Eterno. Pero al no poder mantener ese tesoro sólo para mí, he decidido compartirlo. Hoy, mi país es aquel en el que fijo momentáneamente mis pasos. En realidad, no soy de ninguna época ni de ningún lugar. Fuera del tiempo y del espacio, mi ser espiritual vive su eterna existencia.
—¿Cuáles son vuestros proyectos?
—Poner en marcha un nuevo rito al que se adhieran todos los francmasones que busquen la verdad. Debo partir, otras ciudades me aguardan.
Thamos quedó dubitativo. La extravagancia del personaje y lo exagerado de sus palabras parecían características propias de un charlatán, salvo si Cagliostro ocultaba así una auténtica búsqueda.
Sus acciones proporcionarían la respuesta.
Salzburgo, abril de 1779
Al componer una misa para la coronación de la Virgen[7] de la iglesia de Maria Plain, Wolfgang se volvía una vez más hacia la figura de Nuestra Señora y le pedía que lo ayudara a salir algún día de su prisión salzburguesa. La obra, potente, que otorgaba a la orquesta un lugar importante, fue interpretada en la catedral de Salzburgo y no se ganó la crítica del príncipe-arzobispo.
Thamos, por su parte, se concentró en el comienzo del solo de la soprano en el Agnus Dei: anunciaba una visión futura que el Gran Mago llevaría a la perfección[8].
La Virgen no se mostró indiferente a la plegaria del músico, pues le ofreció un período de equilibrio, vitalidad y alegría de vivir del que dieron testimonio sus Vesperae de Dominica[9], escritas en la tonalidad de do mayor.
Ese regreso a las obras religiosas no divertía demasiado a Antón Stadler, que apreció mucho más el ardor de una obertura en sol mayor[10] destinada a una ópera bufa que interpretaba una compañía de paso. A pesar de sus esfuerzos, no lograba convencer a su amigo de que se comportase como un joven de su edad y dejara un poco de lado aquella música a la que consagraba todos los segundos de su vida. Incluso mientras jugaban a los bolos o a los dardos, Wolfgang sólo estaba presente en apariencia, pues su pensamiento navegaba a lo lejos, en busca de una nueva idea.
Los temores de Leopold se disipaban. A fin de cuentas, su hijo volvía a adaptarse a la existencia salzburguesa y se comportaba como un buen servidor del príncipe-arzobispo. Wolfgang, que había madurado por las pruebas a las que lo había sometido la vida, aceptaba finalmente su suerte, que, de hecho, no tenía nada de insoportable.
Brunswick, mayo de 1779
—Hermano mío —dijo Carlos de Hesse al Gran Maestre de la Estricta Observancia templaria—, he recibido en el castillo de Göttorp a un personaje extraordinario: el conde de Saint-Germain. Pretende tener varios centenares de años de edad y no conocer la muerte gracias a un elixir alquímico que sólo él es capaz de fabricar. De modo que le he abierto las puertas de mi laboratorio, donde los anteriores experimentadores han fracasado. Tal vez éste lo logre.
—Esperemos que sí —respondió Femando de Brunswick, el jefe de la orden templaria, que seguía soñando en reunir el máximo de francmasones pero era presa de múltiples dificultades espirituales y materiales—. Carlos, ¿creéis en el mensaje esotérico de Juan el Evangelista?
—¡Claro! —exclamó Hesse, codirigente de la Estricta Observancia.
—¿Creéis también en la importancia de la Cábala judía?
—¿Quién puede dudarlo?
—Y, sin embargo, cristianos y judíos permanecen separados, y estos últimos ni siquiera son admitidos en nuestras logias.
—¡Lamentable error!
—Tal vez podamos enmendarlo. Dos hombres excepcionales solicitan hablarme de un notable proyecto.