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Lyon, 3 de diciembre de 1778

La sala del capítulo de los Caballeros Benefactores de la Ciudad Santa estaba sumida en la oscuridad. Un débil fulgor procedía de la única linterna colocada junto al Comendador, Jean-Baptiste Willermoz, para que pudiera leer el texto del ritual de iniciación.

Thamos cruzó el umbral, guiado por un caballero.

De un lebrillo lleno de espíritu de vino brotó una llama, que simbolizaba el despertar de la conciencia del nuevo adepto. La luz que producía le permitió entrever un altar en forma de sepulcro. De modo que era preciso pasar por una muerte.

Los Caballeros encendieron unas velas.

Thamos distinguió los elementos del decorado: tapices negros cubrían los muros de la sala, adornados con calaveras coronadas de laureles y rodeadas de siete lágrimas.

A un lado y otro de la puerta, dos esqueletos. Al fondo de la sala, un tercer esqueleto sentado a una mesita. En una tabla de trazado, estaba dibujando un triángulo inscrito en un círculo. En el corazón del infinito, más allá del fallecimiento, revelaba el pensamiento trinitario, fuente de toda vida. ¿No expresaba el triángulo la primera forma geométrica posible?

El Comendador Willermoz instruyó al escudero Thamos sobre la larga filiación iniciática que desembocaba en el nuevo Caballero Benefactor de la Ciudad Santa, provisto ahora de una espada, una lanza y un collar del que colgaba un crucifijo. Lo revistieron con una toga y lo tocaron con un sombrero empenachado, antes de felicitarle por su acceso a ese grado supremo.

Al finalizar la ceremonia, Willermoz dio la enhorabuena al egipcio.

—¿Estás satisfecho, hermano mío?

—En absoluto —respondió Thamos en voz baja.

—¿Cómo te atreves a…?

—Este ritual es sólo un preámbulo a los verdaderos misterios. No difiere bastante de los de la Estricta Observancia. Habéis concebido otro grado, del todo secreto, que supera el estado de Caballero. Deseo ser iniciado a éste.

El rostro de Willermoz, tan simpático, se endureció.

—¿Eres un buen cristiano?

—¿Ser discípulo del abad Hermes, asesinado por los fanáticos musulmanes, os basta?

El Comendador contempló fijamente al egipcio.

—Te iniciaré en el grado supremo.

Mannheim, 9 de diciembre de 1778

Como Thamos le había dicho, Wolfgang pudo subir al coche de los servidores del prelado imperial de Kaisersheim y viajó en compañía del secretario y el cillerero de aquel dignatario. Poco parlanchines, no lo importunaron y lo dejaron soñar con su próximo encuentro con su querida Aloysia, a la que pronto pediría que fuera su esposa.

Aquella larga sucesión de pruebas, desde su partida de Salzburgo, concluiría, pues, del modo más feliz: ¡un matrimonio con la primera mujer a la que amaba, una maravillosa cantante! Ante ellos se abría toda una vida durante la que trabajarían juntos, el compositor y su intérprete.

Único inconveniente durante aquel largo viaje, más bien cómodo: una detención de unos diez días en la abadía cisterciense de Kaisersheim, donde el prelado trató distintos asuntos.

El lugar, lleno de soldados nerviosos y adustos, parecía un cuartel. El dios de los ejércitos se había apoderado, visiblemente, del paraje.

Varias veces durante la noche, unos centinelas hacían la misma pregunta: «¿Quién está ahí?». Wolfgang, al que le habría gustado dormir tranquilo, respondía: «¡Todo va bien!».

El 24 de diciembre, se pusieron de nuevo en camino hacia Munich.

El rostro de Aloysia y, sobre todo, su voz obsesionaban a Wolfgang. Mañana, día de Navidad, le revelaría la profundidad de sus sentimientos y le anunciaría claramente, al igual que a su padre, sus grandes proyectos. El compositor se establecería en Munich, trabajaría allí sin descanso y haría triunfar a su esposa en el escenario de la Ópera.

¡Nunca se encerraría en Salzburgo! Su padre aprobaría el matrimonio y la nueva orientación de la carrera de su hijo.

Lyon, 24 de diciembre de 1778

Thamos fue iniciado por Jean-Baptiste Willermoz en la clase superior y secreta, la Profesión, que coronaba la francmasonería aun siendo ignorado por ella.

Convencido de la sinceridad del egipcio, Willermoz aceptaba revelarle los ritos que acababa de redactar.

—El hombre ha perdido la pureza de su primer origen —dijo Willermoz, Superior de los Grandes Profesos reunidos alrededor de Thamos—. La verdad se oculta a los individuos corruptos, privados de Luz.

El tono de Willermoz se endureció.

—¡Egipto levantó templos para dioses malvados y perversos! Afortunadamente, Moisés triunfó sobre los magos egipcios. Los hebreos, el pueblo elegido, abandonaron el buen camino. Al construir el templo de Jerusalén, Salomón lo recuperó pero, a causa de su vanidad, perdió la sabiduría. El edificio fue destruido y, peor aún, los judíos cometieron un crimen al desconocer al Salvador. Sólo existe una iniciación, hermano mío: el mensaje de Cristo, reservado a una élite capaz de comprenderlo.

Thamos recibió los atributos de Gran Profeso: túnica blanca con cruz roja, cota de malla, amplio manto, espada, sombrero, botas y espuelas de oro.

El egipcio, que esperaba un ritual inspirado en los primeros tiempos del cristianismo, sólo tuvo derecho a una banal sesión de instrucción religiosa y a unas oraciones convencionales recitadas por Willermoz.

Luego, conducidos por él, los Grandes Profesos entraron en la Cámara de Operaciones para hacer descender allí los espíritus superiores y controlarlos.

Para Thamos, aquel camino no era el de la iniciación, y no sería de utilidad alguna al Gran Mago.