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Mannheim, 22 de noviembre de 1778

Ciertamente, Wolfgang no se había andado por las ramas al escribir a su padre: «El arzobispo nunca me pagará bastante por ser esclavo en Salzburgo, y siento angustia al verme en esta corte de miseria». Sin embargo, no esperaba tanto furor por parte de Leopold: «Tomas por oro lo que, a fin de cuentas, es sólo falso metal. ¿Tu amor por la señorita Weber? No me opongo en absoluto a él. No lo hice cuando su padre era pobre, ¿por qué voy a hacerlo ahora, cuando puede hacer tu felicidad y no tú la suya? Todo tu designio es arruinarme para proseguir tus quimeras».

Aquel padre tan amado, tan venerado, no vacilaba en acusar a su hijo de desear su muerte.

Otto von Gemmingen, obligado a abandonar Mannheim; la orquesta, de camino hacia París; la Ópera, cerrada. Wolfgang se encontraba solo y sin apoyo.

Entonces reapareció Thamos.

—Mi padre exige mi inmediato regreso a Salzburgo. De lo contrario, tendré su muerte sobre mi conciencia. ¿Qué puedo esperar aquí?

—Dadas las circunstancias políticas, nada. El propio Gemmingen está en peligro. El príncipe-elector Carlos Teodoro dirige el juego y se apoya en numerosos aliados, entre los que figura Colloredo.

Semíramis… ¿Se ha terminado?

—Por desgracia, sí.

—Un nuevo fracaso, después de Thamos, rey de Egipto. ¿Por qué no puedo llevar a cabo obras tan importantes?

—Porque todavía no estás preparado. El destino se muestra más fuerte que tú, te falta magia.

—¡No me la ofrecerá Salzburgo!

—¿Y tú qué sabes?

—Regresar allí me asfixiará. No sobreviviré por mucho tiempo a la falta de aire.

—Bien sobreviviste en París. He aquí una nueva puerta que cruzar, más hermética aún.

—¿No hay escapatoria?

—Ninguna.

—¡Era tan feliz aquí!

—¿Incluso sin Aloysia?

—¿Lo… lo sabéis?

Thamos sonrió.

—¿No tienes edad para estar enamorado?

—¡Edad de casarme! Aloysia es una cantante maravillosa, y estamos hechos el uno para el otro. Escribiré para ella hermosas melodías, y las interpretará de un modo incomparable.

—Esperemos que así sea, Wolfgang.

—¿Lo dudáis, acaso?

—Confío en tu juicio de profesional. El 9 de diciembre, el prefecto imperial de Kaisersheim abandona Mannheim. Viajarás gratuitamente en el coche del séquito, en compañía de su secretario.

—¿Iréis vos a Salzburgo?

—Nunca te abandonaré.

Lyon, 25 de noviembre de 1778

A los cuarenta y ocho años, Jean-Baptiste Willermoz se sentía en plena posesión de sus medios y se acercaba, por fin, a la realización de su sueño masónico: crear un rito específico que permitiera a sus adeptos alcanzar lo divino.

La Estricta Observancia había decepcionado mucho al comerciante lionés. Enseñanza empobrecida, ceremonias arcaicas, pocos conocimientos esotéricos. Sin romper los vínculos con la orden templaria y retirarse de ella oficialmente, Willermoz quería llegar mucho más lejos. Por eso, del 26 de noviembre al 3 de diciembre, organizaba el convento de las Galias para revelar a sus fieles parte de su plan.

En primer lugar, afirmar la autonomía de la rama francesa de la Estricta Observancia y su originalidad.

Luego, renunciar a la restauración material de la Orden del Temple, desaparecida para siempre en las brumas de la Historia.

Desde la apertura del convento, Willermoz concretó la principal misión de la francmasonería: la beneficencia. Se ocuparía, prioritariamente, de mejorar la suerte de las viudas, los huérfanos, los enfermos, los indigentes, y practicaría la caridad.

—Nadie podría desaprobar tanta generosidad —observó el conde de Tebas, un personaje fascinante de natural autoridad—. Puesto que estamos entre hermanos, sometidos a la ley del secreto, reveladnos el verdadero objetivo de la francmasonería. Todos conocemos, aquí, la profundidad de vuestras investigaciones. Y tengo la sensación de que este convento no se parece a ningún otro.

Willermoz, halagado, no se hizo de rogar.

—La humanidad se compone de dos categorías principales. Por una parte, los réprobos a los que se niega el sello de la reconciliación con Dios; por otra, los hombres de deseo, capaces de ejercer el verdadero culto divino gracias a la iniciación. Como elegidos, contribuyen a la salvación final de la humanidad. Debemos obtener la reintegración y restablecer el hombre creado a imagen de Dios como señor de los espíritus.

El discurso de Willermoz impresionó a la asamblea.

—¿Semejante programa no implica una profunda reforma de las actuales estructuras masónicas? —preguntó Thamos.

—Es indispensable, en efecto. Propongo dividir la andadura masónica en dos clases, una preparatoria y la otra secreta. El conocimiento de la verdad estará reservado a los iniciados de segunda clase, cuya existencia ignorarán los francmasones ordinarios. De modo que vamos a crear la Orden de los Caballeros Benefactores de la Ciudad Santa[199].

—¿Cuál es esa ciudad? —preguntó un hermano.

—La ciudad de Palestina, donde Jesús fue crucificado, la verdadera cuna de la Orden del Temple, la Jerusalén de donde hay que volver a empezar. Pero es conveniente hablar más de Caballeros que de Templarios, pues el aspecto militar debe desaparecer en beneficio de la dimensión espiritual. Además, las autoridades desconfían de los neotemplarios, cuya hostilidad al papa y al rey podría considerarse amenazadora. Hermanos míos, os invito a una gran aventura.

—¿Cuándo viviremos ese ritual? —preguntó Thamos.

—En cuanto hayamos proclamado oficialmente el nacimiento de la nueva orden.

El convento de las Galias se unía al proyecto de Jean-Baptiste Willermoz. Cada uno de sus fieles soñaba con convertirse, cuanto antes, en uno de los privilegiados.