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París, 26 de septiembre de 1778
No os habéis marchado aún, Mozart! —se extrañó Grimm, furioso.
—Esperaba…
—¿Pero cómo hay que decíroslo? ¡No tenéis nada que esperar, nada de nada! Un músico alemán principiante y sin ambiciones no tiene posibilidad alguna de tener éxito en París. Aquí tenéis todas las puertas cerradas. Os pago el viaje, tomáis la diligencia más cómoda y rápida y desaparecéis.
Al cabo de una penosa estancia de seis meses, Wolfgang no se sentía descontento de abandonar París, pero temía regresar a Salzburgo.
Una nueva decepción: una vieja diligencia atestada, ¡la más barata y la más lenta! No necesitaría cinco días para llegar a Estrasburgo, sino diez. Una vez más, el tacaño de Grimm le había mentido.
Cuando se le pasó el enfado, Wolfgang lanzó una ojeada a sus compañeros de infortunio. ¡Thamos estaba entre ellos! Discutía con un comerciante en vinos que creía estar hablando con un mercader que disponía de eficaces contactos en Inglaterra.
En Nancy, Thamos bajó y le indicó por señas a Wolfgang que lo siguiera. Subieron a un excelente coche.
El músico contó detalladamente los últimos episodios de su aventura parisina y no ocultó sus desilusiones.
—Y ahora, Salzburgo… Allí, no sé quién soy, lo soy todo y también, a veces, nada de nada. No pido tanto, ni tan poco: sólo ser algo. ¡Pero que realmente sea algo!
—Antes habrá muchas etapas —precisó el egipcio—, comenzando por la de Estrasburgo, donde darás tres conciertos. No esperes una gran asistencia de público ni una gran remuneración, pero te gustará tocar con músicos de calidad, felices de recibirte.
—¿Lo… lo habéis organizado todo?
—Tus amigos de Mannheim tienen relaciones en Estrasburgo.
Thamos omitió decir que había visitado diversas logias[196], sin olvidar la antiquísima comunidad de constructores que preservaba la herencia de los maestros de obra de la Edad Media.
Estrasburgo, octubre de 1778
Wolfgang necesitaba purificarse de las escorias parisinas y conversar con seres que sintieran por él un afecto real. Trató con músicos francmasones, pasó divertidas veladas alrededor de buenas mesas y conoció al viejo maestro de capilla Richter, quien, a los sesenta y ocho años, sólo bebía ya veinte botellas de vino diarias, en vez de cuarenta.
El 17 de octubre, su primer concierto le proporcionó tres luises de oro; el 23, el segundo, también tres; el 31, el tercero, un solo luis, pues la sala estaba medio vacía. Pero Wolfgang había recuperado la alegría de vivir, y concluyó una hermosa sonata para piano[197] iniciada en París que se abría con un tema de Johann Christian Bach. Fue sinónimo de liberación y de un feliz período, a pesar de las cartas de su padre, que no comprendía por qué su hijo se demoraba tanto tiempo en Estrasburgo.
Leopold le comunicó también una noticia, buena y mala al mismo tiempo: la familia Weber acababa de abandonar Mannheim para dirigirse a Munich, donde Aloysia había sido contratada por la Ópera. Justo reconocimiento del talento de la joven cantante, pero desgarrador alejamiento. Contrariamente a sus esperanzas, la mujer que amaba no viviría en Salzburgo, y la prisión dorada se transformaba en penal.
Para calmar la impaciencia de su padre, Wolfgang le precisó que se alojaba en casa de Schertz, un rico notable que aceptaba prestarle dinero. Y le explicó las razones profundas de su estancia: «Aquí, soy considerado con honor. La gente dice que todo es tan noble en mí, que soy tan maduro, que soy tan honesto, que tengo tan buena conducta…». ¿Comprendería Leopold, por fin, sus verdaderas aspiraciones y la calidad de su ser?
La terapia de Thamos se reveló eficaz. Del individuo herido, fatigado por las afrentas y los sufrimientos soportados en París, brotaba un nuevo Wolfgang, dispuesto a afrontar nuevas pruebas.
Mannheim, 6 de noviembre de 1778
El 4 de noviembre, Wolfgang se había resignado a abandonar Estrasburgo con destino a otra ciudad cara a su corazón, la tan musical Mannheim.
La familia Cannabich lo recibió con los brazos abiertos. Contó a su amigo Christian sus desventuras francesas, terminando así de liberarse de aquel peso. Volvía una página, jamás pondría de nuevo los pies en París.
El barón Herbert von Dalberg, intendente del teatro de Mannheim y francmasón, informado por Von Sickingen del paso de Mozart, lo invitó a una cena a la que asistía también el hermano Otto von Gemmingen.
—¿Cómo se encuentra mi Semíramis, señor Mozart?
—Apenas está esbozada, lo reconozco.
—Si os quedáis algún tiempo en Mannheim, ¿podremos trabajar juntos?
—¡Con mucho gusto!
La obra se presentaba como un duodrama[198] que buscaba un perfecto acuerdo entre el texto y la música. Wolfgang recuperaba por fin el impulso de Thamos, rey de Egipto gracias a un tema con múltiples resonancias iniciáticas, que percibía sin comprenderlas. Pensando en Aloysia, describiría una magnífica figura de mujer.
Otto von Gemmingen le dejaba total libertad de creación y se adaptaba a sus exigencias cuando era preciso modificar palabras o frases para conceder el primer lugar a la música. Por lo que se refiere al barón Von Dalberg, procuraba al músico las lecciones necesarias para que asumiera sus gastos de estancia y tocara al máximo con sus amigos.
Como Wolfgang escribió a su padre, el 12 de noviembre se organizaba en Mannheim una Academia de aficionados de los que el joven ignoraba que eran casi todos francmasones. En su compañía, pasó horas maravillosas.
Mannheim, 15 de noviembre de 1778
—Una verdadera catástrofe —le dijo Otto von Gemmingen a Thamos—. El príncipe-elector ordena a la orquesta que se reúna con él en Munich, donde sigue ambicionando el trono de Baviera. Si la situación se degrada, estallará una guerra entre Prusia y Austria. Menguada ya, la vida musical de Mannheim se reduce a la nada.
—Y Wolfgang queda directamente afectado —deploró el egipcio.
—Mis hermanos preparaban discretamente el terreno con Carlos Teodoro para que Mozart obtuviera un puesto estable y bien pagado, pero el traslado de la orquesta arruina el proyecto. Y la representación de Semíramis no tendrá lugar. Es imposible montar esa ópera en Munich, donde ni Von Dalberg ni yo mismo disponemos de suficientes relaciones. Ahora todo depende de la buena voluntad de Carlos Teodoro, que apoyará siempre al príncipe-arzobispo Colloredo contra Mozart. Lo que esperábamos en Mannheim no es realizable en ninguna otra parte. ¡Me habría gustado tanto tener éxito y evitarle nuevas dificultades materiales!
—Así es —asintió Thamos—, y Wolfgang tendrá que mostrarse a la altura de las dificultades que lo aguardan. Un Gran Mago no se forma de otro modo.
—Se trata efectivamente de un ser excepcional —dijo Otto von Gemmingen—, su sensibilidad no es sensiblería, sino inteligencia de corazón. Su mirada ve paisajes cuya existencia nosotros ni siquiera sospechamos, y lo creo capaz de transmitir esta misión por medio de la música. ¿Se encarnizará con él, mucho tiempo aún, el destino?