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Saint-Germain-en-Laye, 28 de agosto de 1778
La encantadora morada del mariscal de Noailles, un parque admirable y, sobre todo, la inesperada felicidad de volver a ver a Johann Christian Bach y permanecer una semana en su compañía, ¡lejos del asfixiante París y de sus miserables intrigas!
Pasaron horas maravillosas hablando de música, y Wolfgang compuso una escena dramática[193] para el castrado Tenducci, un amigo de Bach. Terminó nueve variaciones para piano sobre la melodía de Lison dormait[194] y una nueva sinfonía, brillante y ligera[195], destinada al Concierto Espiritual.
—París no os conviene —estimó Johann Christian Bach—. ¿Por qué no os instaláis en Londres? Allí sopla un verdadero aire de libertad, y vuestro talento sería reconocido.
—Mi madre ha muerto recientemente, y no puedo abandonar a mi padre en su soledad.
—Tenéis un gran corazón, Wolfgang, pero no pensáis bastante en vos mismo. Aquí no progresaréis. Los franceses son superficiales e hipócritas, el barón Grimm sólo alimenta su propia vanidad. Con su pequeña cohorte de intelectuales pretenciosos, infatuados por su triunfante tontería, lo decide todo. Os consideran una cantidad desdeñable, aunque el Concierto Espiritual acepte, de vez en cuando, una de vuestras sinfonías siempre que no ofusque el gusto del día. Sois demasiado puro y entero para conquistar una ciudad como París. Debido a mi mediocre reputación, soy incapaz de ayudaros.
A Wolfgang le habría gustado tener un padre como Johann Christian Bach. Juntos, tocaron música, sin tener que preocuparse por un auditorio. El maravilloso reino del Rücken resucitaba, resurgía el otro lado de la vida, con sus encantadores paisajes.
Pero la lluvia cayó sobre Saint-Germain-en-Laye. Johann Christian Bach regresó a Londres y Wolfgang a París.
París, 1 de septiembre de 1778
Wolfgang volvió a leer la carta de su padre y, sobre todo, la copia de la del barón Grimm. El omnipotente crítico afirmaba que el joven salzburgués no tenía ninguna de las cualidades que el medio artístico parisino apreciaba. «Demasiado cándido, poco activo, demasiado fácil de atrapar, no lo bastante retorcido, ni emprendedor ni audaz». Y el ilustre barón no disponía ni del tiempo ni de la fortuna necesarios para asentar la eventual carrera de Mozart.
—¿Conocéis nuestra última atracción? —preguntó madame d’Épinay, siempre tan fútil—. ¡Una especie de mago se ha instalado en la plaza Vendôme y pretende curar todas las enfermedades gracias al magnetismo!
—¿Acaso se trata… del doctor Mesmer?
—¿Lo conocéis?
—Un poco.
—Sus éxitos son tales que ya está desbordado.
Franz-Anton Mesmer hizo un hueco en su horario para recibir a Wolfgang. Tras haberlo magnetizado largo rato para restablecer la circulación de la energía, insistió en la necesidad de percibir el fluido vital que servía de vínculo entre los seres vivos.
—Vuestra música es una expresión de ese fluido —precisó—. Cuanto más esté en armonía con él, más le servirá de vehículo, y más conmoveréis los espíritus y los corazones. Así, contribuiréis de modo decisivo al equilibrio de nuestro mundo, Wolfgang.
—¿Volveréis a Viena, doctor?
—No; la terapia por el magnestismo no es reconocida allí. Aquí, además de los tratamientos individuales, pongo en práctica cuidados colectivos. Varios pacientes, sentados uno al lado del otro, formarán una cadena y quedarán unidos por varillas de hierro o cuerdas a una jofaina que contenga agua, limaduras de hierro y arena. La circulación del flujo magnético aliviará sus males.
—París no me da suerte —advirtió Wolfgang—. Mi madre murió aquí el 3 de julio, y no obtengo el éxito que mi padre esperaba.
—Perseverad, pero no permanezcáis prisionero. Nada debe impedir vuestro vuelo.
París, 11 de septiembre de 1778
—Señor barón —dijo Wolfgang a Grimm en tono más bien seco—. Estoy muy descontento de la actitud de Le Gros para conmigo. No se interesa por mis obras y no me deja entrever porvenir alguno.
—Amigo mío, Le Gros es un importante profesional cuya opinión es decisiva. Vos, muchacho, sólo sois un principiante. París exige mucho, vuestra música carece de las cualidades necesarias para seducir a la capital de las artes y las letras. Además, hay un asunto mucho más urgente… Durante la enfermedad de vuestra madre, os presté la módica suma, aunque no desdeñable, de quince luises de oro. Ahora deseo recuperarla.
Pálido, asqueado, Wolfgang guardó silencio.
En su domicilio lo esperaba una carta de su padre. En ella, Leopold le anunciaba, entusiasmado, que el príncipe-arzobispo Colloredo aceptaba tomar de nuevo al joven Mozart a su servicio y le ofrecía un puesto estable, ¡una plaza de organista! ¿Podía soñar con algo mejor? Así pues, Wolfgang debía regresar a Salzburgo de inmediato. Magnánimo, Leopold le concedía incluso la autorización de tratar a Aloysia. ¿No iba todo del mejor modo y en el mejor de los mundos? Wolfgang respondió que sería muy feliz volviendo a ver a su padre y a su hermana, pero añadió que no era una gran felicidad volver a estar encerrado en Salzburgo. Puesto que sus asuntos mejoraban, no regresaría de inmediato. Tal vez tuvieran éxito algunos proyectos en curso…