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Viena, 15 de agosto de 1778

Geytrand se secó la frente. Abrumado por el calor, sufría del hígado y tenía los tobillos hinchados. Detestando el verano y su intensa luz, se dirigió al despacho secreto del conde Anton, que odiaba, también, esa estación. Con las cortinas cerradas, el conde vivía en la penumbra.

—El convento de Wolfenbuettel terminó de un modo apacible —reveló Geytrand—. Oficialmente, la Estricta Observancia y el Rito sueco cesan las hostilidades y se convierten en los mejores aliados del mundo. Por lo que se refiere al duque de Sudermania, gobernará la enorme séptima provincia doblegándose a las directrices del Gran Maestre, Femando de Brunswick.

—«Oficialmente» —advirtió Joseph Anton—, ¡no lo crees, pues!

—Ni por un solo instante. Según algunas indiscreciones de caballeros alemanes furiosos por la elección de Carlos de Sudermania, esta paz ha sido arrancada con fórceps y acompañada por restricciones inaceptables para el príncipe sueco. Puesto que quería echar mano, a toda costa, a la provincia, ha fingido doblegarse. Mañana, chocará con Brunswick e intentará excluirlo cambiando las reglas del juego. El duque de Sudermania no puede ser un subalterno. Y el Gran Maestre no le cederá ni un ápice de su poder. Y pese a ese tratado de circunstancias y a las buenas palabras, el conflicto se anuncia como inevitable.

—¿Por quién apuestas?

—No tengo favorito, señor conde. Ambos adversarios son igualmente feroces y están igualmente decididos. El duque de Brunswick ha perdido una batalla, pero no la guerra. Sigue siendo el Gran Maestre de toda la orden, y los Grandes Maestres provinciales le deben obediencia. Además, los francmasones alemanes nunca elegirán a un sueco para encabezarlos. Suceda lo que suceda, la francmasonería se verá considerablemente debilitada. ¡Ah, otro nombre para nuestras tablillas! Bode, uno de los amigos del Gran Maestre, ocupa ahora un lugar importante en la jerarquía de la Estricta Observancia. Él se encargó de la redacción del acta de alianza y da pruebas de celo y dinamismo. Convertido en administrador de los bienes de la viuda del ministro de Estado Von Bemstorff, reside en Weimar, ciudad agradable y tranquila. En adelante, ya no tendrá preocupaciones materiales y se consagrará a la cruzada contra los jesuitas y la Iglesia.

Joseph Anton abrió un nuevo expediente.

Salzburgo, 15 de agosto de 1778

A Leopold le costaba recuperarse de la muerte de Anna-Maria. Era imposible colmar aquel inmenso vacío, y sólo el tiempo atenuaría el sufrimiento de aquella herida incurable. Nunca volvería a casarse. Su hija, Nannerl, se comportaba con tacto y abnegación, pero habría necesitado hablar con su hijo.

¿Cuándo volverían a verse? Wolfgang seguía luchando por conquistar París, sin gran éxito. Y uno de los párrafos de una carta reciente inquietaba a Leopold: «Salzburgo me resulta odioso —afirmaba—. Tendré más esperanza de vivir feliz y satisfecho en cualquier otra parte que no sea Salzburgo. En primer lugar, la gente de la música no goza allí de consideración alguna; luego, no entienden nada».

Muy pronto, Leopold tendría que comunicar a su hijo que el barón Grimm ya no aceptaba ayudarlo y que era preciso regresar a Salzburgo. Dado su estado de ánimo, ¿cómo reaccionaría Wolfgang?

El 11 de agosto, la muerte de Giuseppe Lolli, maestro de capilla en la corte de Salzburgo, le había dado a Leopold esperanzas de obtener por fin el puesto.

Una decepción, de nuevo. El único regalo de Colloredo: un aumento de cien florines. Y el vicemaestro de capilla, tan obediente y abnegado, ya no podía compartir sus sentimientos con Anna-Maria.

París, 16 de agosto de 1778

Los alumnos de Wolfgang adoraban sus variaciones para piano sobre las melodías de Ah, vous dirai-je, maman[190] o de La Belle Française[191], pero confiaba más bien su impulso creador, sus interrogantes, la alternancia de claridad y drama a su sonata en fa mayor[192]. El músico narraba en ella la complejidad de la caótica existencia que estaba viviendo sin percibir todos los secretos que sin duda conocían los sacerdotes del sol.

Un sol que, a pesar de la estación, faltaba en París, donde, sin embargo, acababan de interpretar de nuevo su sinfonía en el Concierto Espiritual de Le Gros.

—Podéis estar satisfecho, Mozart. Al público le gustan vuestros pequeños inventos. Seguid, pues, por ese camino, sin olvidaros de dar vuestras lecciones, y tal vez lograréis un lugar honorable…

—Sueño con una ópera.

—Gluck y Piccinni copan todo el escenario.

—¿No tenéis un libreto que ofrecerme?

—Ni el más mínimo. Olvidad ese proyecto insensato y limitaos a lo que sabéis hacer.

Le Gros, hastiado, cortó en seco la conversación y se reunió con su amigo, el barón Grimm.

—Ese alemán me pone los nervios de punta —le confió—. Debería satisfacerse con lo que le damos y no exigir más sin cesar.

—Trata con un personaje detestable, un tal Von Sickingen, al que le cuesta mucho integrarse en la sociedad parisina, y no permanecerá mucho tiempo en su puesto —reveló Grimm—. Sólo yo podría haber ayudado al tal Mozart si se hubiera mostrado dócil. No os preocupéis más por él, mi querido Le Gros. Su carrera ha terminado.