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París, 3 de julio de 1778

Wolfgang, conmovido, contemplaba el rostro apaciguado de la difunta.

Su primera confrontación directa con la muerte… La de su madre, de cincuenta y ocho años de edad.

Había vivido con extraña serenidad cada minuto de su agonía. No era él quien sufría, sino Anna-Maria; las lágrimas y las quejas no le habrían sido de ninguna ayuda. Al contrario, mostrándole su ternura y su confianza en Dios, lo había ayudado a atravesar aquella terrorífica prueba.

Ahora, pensaba en su padre. Nunca volvería a ver a su tan amada esposa, muerta tan lejos de su querido Salzburgo. No asistiría al entierro y no podría recogerse sobre su tumba.

Era imposible anunciar brutalmente a Leopold la desaparición del ser que más quería en el mundo.

Le escribió así una carta en la que le habló del concierto del 18 de junio, de la muerte del trapacero e impío Voltaire, de que había rechazado un puesto de organista en Versalles. Para preparar a Leopold para lo peor, habló de la grave enfermedad de Anna-Maria y añadió: «Tengo valor, suceda lo que suceda, porque sé que es Dios quien lo ordena todo para nuestro mayor bien, aunque nos parezca que las cosas van de través, Él así lo quiere. Creo, en efecto, y nadie me convencerá de lo contrario, que ningún doctor, ningún ser humano, ninguna desgracia, ningún accidente puede dar y quitar la vida a un ser humano, sino sólo Dios. Depositemos nuestra confianza en Él y consolémonos con el pensamiento de que todo va bien cuando sucede siguiendo la voluntad del Omnipotente: pues Él es quien mejor sabe lo que nos es útil y ventajoso, a todos, para nuestra felicidad y nuestra salvación, tanto en el tiempo como en la eternidad».

Al mismo tiempo, Wolfgang mandó una misiva a un religioso salzburgués, el abate Bullinger, con el fin de que preparase a Leopold para la atroz noticia.

París, 9 de julio de 1778

El 4, Anna-Maria Mozart había sido enterrada en el cementerio de Saint-Eustache, en París. Compasiva, madame d’Épinay ofreció una de las habitaciones de su mansión al joven músico, tan duramente puesto a prueba.

Cinco días después de la muerte de su madre, Wolfgang reveló la verdad a su padre e intentó tranquilizarlo: «En estas tristes circunstancias, he buscado consuelo en tres realidades. Primero, en mi completo y confiado abandono a la voluntad de Dios. Luego, en mi presencia en su muerte, tan dulce y bella, pues me imaginaba cómo, en aquel instante, ella se había vuelto feliz, tanto más feliz que nosotros, que albergué el deseo de partir con ella, en el mismo instante. Finalmente, en esa sensación nacida de ese deseo y esa aspiración, a saber, que no la hemos perdido para siempre, que volveremos a verla y estaremos unidos de nuevo, más alegres que en este mundo. Ignoramos dentro de cuánto tiempo. Pero no siento temor alguno: cuando Dios lo quiera, yo lo querré también. Ahora, Su voluntad se ha hecho. Recitemos un ferviente padrenuestro por el alma de mamá y tratemos otros temas, pues todo tiene su tiempo».

¿Volver ya esa dolorosa página? Sí, pues la verdadera vida no se limitaba a la existencia terrenal. El sufrimiento de los vivos no afectaba a los bienaventurados muertos y las tinieblas del óbito no oscurecían la luz eterna.

Cuando salió a tomar el aire de aquel París que detestaba, Wolfgang se encontró con Thamos.

—No podías hacer nada —declaró el egipcio—. El organismo de tu madre estaba muy debilitado.

—Velaba por mi padre, por Nannerl, por mí. Hoy nos hemos visto privados de un genio bueno.

—Tu soledad te dará nuevas fuerzas.

—¿Aquí, en París? Si al menos esa lengua francesa no fuera tan abominable para la música…

—¿Acaso no cantan los instrumentos en una lengua universal? Háblame de tu sinfonía concertante.

Wolfgang le abrió su corazón. ¡Por fin alguien lo escuchaba!

París, 10 de julio de 1778

Madame d’Épinay sirvió un delicioso café al barón Grimm.

—He escuchado vuestra súplica, querido amigo, y le he dado una habitación al pobre Mozart. Ver morir a su madre en país extranjero, tan lejos de su casa, ¡qué tristeza! ¿Se recuperará el infeliz muchacho?

—Haría bien regresando a Salzburgo.

—¿No vino a buscar gloria y fortuna a París?

—Dado su carácter intransigente y su mediocre talento, no hay posibilidad alguna. La música alemana, y la suya en particular, no convienen al gusto francés. Como niño prodigio, divertía. Hoy, aburre. Ni Le Gros, un excelente conocedor, ni los compositores de renombre lo aprecian.

—¿No tiene apelación vuestro juicio, barón?

—No me equivoco nunca, y os aseguro que ese maestrillo será olvidado muy pronto. Por eso le he escrito a su insoportable padre, tan obstinado, que su retoño no es lo bastante retorcido ni lo bastante emprendedor para hacerse un lugar en París. El candor del niño Wolfgang nos distraía, el del adulto nos importuna. El tal Leopold me ruega de rodillas que me ocupe de su hijo, pero no tengo ganas de perder el tiempo. Muy pronto, querida amiga, os desharéis de ese parásito.

París, 20 de julio de 1778

Entregado a sí mismo pero tranquilizado por su breve encuentro con Thamos, Wolfgang se abandonó a la alegría de componer. Primero una sonriente sonata en do mayor[187] donde no aparecía el menor eco de la reciente tragedia; luego otra, en la mayor[188], que empezaba con un insólito movimiento lento, con variaciones, que magnificaba una canción popular alemana, El verdadero saber vivir, y concluía con una distraída marcha turca, inspirada en la obertura de Los peregrinos de La Meca de Gluck. Por lo que se refiere al trío, evocaba el sublime tema de las almas felices del Orfeo del mismo autor.

Con un sorprendente sentimiento de apacible felicidad y de liberación, Wolfgang pensaba en su madre y le ofrecía esas obras llenas de ardor y de dulzura, a su imagen y semejanza. Anna-Maria sólo había conocido la tristeza lejos de su hogar, donde, a lo largo de toda su existencia, ella había ofrecido alegría y armonía.

Ese mismo día, para la fiesta de Nannerl, Wolfgang escribió un rondo-capriccio[189] que permitiría a su hermana desentumecer sus dedos.

París, 31 de julio de 1778

La víspera, obsesionado de nuevo por el rostro de su querida Aloysia, Wolfgang había escrito a su padre, Fridolin, recomendándole que ayudara más aún a su maravillosa hija, privada de contratos y papeles a su medida. ¡Qué la declarase enferma! Así, la corte de Mannheim se apiadaría de ella y la tomaría, por fin, en consideración…

Impaciente por volver a verla, Wolfgang prometía componer una obra que le ofrecería en cuanto regresara. Evitando hablar de la muerte de su madre a la familia Weber, tan puesta a prueba ya por el infortunio, llamaba a Aloysia Carissima Amica, seguro de que ella compartía sus sentimientos.

Otro sentimiento, la cólera, animaba a Wolfgang cuando cruzó la puerta de la mansión del duque de Guisnes.

—He sabido de la muerte de vuestra madre —dijo el aristócrata con tono afectado—. Todas mis condolencias. ¡Nadie escapa a la muerte, ay! Sed valeroso, el tiempo borra las penas.

—Vengo a hablaros de mi concierto para flauta y arpa, señor duque.

—¡Una obra deliciosa! Mis amigos y yo mismo la hemos apreciado mucho.

—Hace ya tres meses que espero el pago.

—¡Primero el arte, querido Mozart! Qué trivialidad mezclar en él bajas cuestiones materiales.

—La música es mi oficio, me permite vivir. Me gustaría recibir el dinero que se me debe.

—¡Lo tendréis, tranquilizaos!

—¿Cuándo?

—Cuando… cuando me plazca.

—A mí me placería obtenerlo de inmediato.

—¡Ni lo penséis, joven! Un papanatas alemán no le da órdenes a un noble francés. Salid de mi casa.

Al ver llegar a Mozart a grandes zancadas, madame d’Épinay comprendió que estaba enojado.

—¿Qué ocurre, Wolfgang?

—Los papanatas franceses creen que aún tengo siete años y que pueden tratarme como a un chiquillo.

—Desgraciadamente es así —reconoció ella—. Aquí os consideran un principiante.

Wolfgang se encerró en su habitación y se confió a su padre, cuyas desgarradoras cartas le destrozaban el alma: «Bien sabéis que, en toda mi vida, no había visto aún morir a nadie. ¡Y ha sido necesario que, la primera vez, fuera precisamente mi madre! Dar lecciones, aquí, no es una broma… ¡Agota bastante! Y si no se dan muchas, no se obtiene dinero suficiente. No creáis que hablo por pereza, sino porque es una actitud del todo contraria a mi “genio” y a mi modo de vivir. Sabéis que estoy, por así decirlo, metido en la música, que la compongo todo el día, que me gusta pensarla, estudiarla, aplicarme a ella. Pues bien, aquí me lo impide el género de existencia que me imponen. Cuando tengo algunas horas de libertad, no me sirven para componer, sino para recuperar un poco las fuerzas».