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París, 6 de abril de 1778

A sus cuarenta y cuatro años, el compositor Frangois-Joseph Gossec comenzaba a dar que hablar. Francmasón decepcionado por la tibieza política de las logias que no se comprometían al máximo en el camino de una profunda reforma de la sociedad, había fundado en 1770 la asociación de los Conciertos de Aficionados. Reunía a numerosos hermanos y les permitía expresar sus ideales más allá de la música.

Cuando conoció a Wolfgang Mozart, intentó reclutarlo.

—Al parecer, venís de Salzburgo.

—En efecto.

—¿Qué ocurre allí?

—El príncipe-arzobispo Colloredo gobierna, y sus músicos se doblegan a sus exigencias.

—¿Y no es eso insoportable, mi querido colega?

—Por eso estoy en París.

—¡Excelente iniciativa! Francia se convertirá muy pronto en patria de la libertad y de la igualdad, pues sabrá sacudirse todos los yugos.

—No pido tanto —precisó Wolfgang—. Me gustaría encontrar una corte brillante y a príncipes inteligentes que no me impidieran expresar mi arte.

—¡No os contentéis con tan poco! Hay que seguir a Rousseau, a Voltaire y a Diderot, «¡estrangulad al último cura con las tripas del último rey!».

El programa asustó a Mozart.

—¿No es la violencia la peor de las soluciones?

—El fin justifica los medios. Debemos romper el cepo de la Iglesia y derribar los tronos de los tiranos. Antes o después, Europa entera lo comprenderá.

—Pues bien, señor, yo seré una excepción.

Wolfgang no intentaría conocer a Voltaire, ni a Rousseau, ni a sus discípulos. Los pensamientos de aquellos revolucionarios no le interesaban.

Gossec se encogió de hombros. No ayudaría a aquel joven alemán reaccionario a conquistar París.

París, 20 de abril de 1778

Al frecuentar las logias de la capital, Thamos no obtuvo demasiadas satisfacciones. Allí se comía y se bebía mucho, se charlaba, y sólo pocas veces se interesaban por el significado iniciático de los rituales. Criticadas unas veces, apreciadas otras, las ideas de los enciclopedistas y los racionalistas avanzaban, incluso entre los miembros de la nobleza.

El egipcio participó en los trabajos de una logia original, la de los Filaletes, los Amigos de la Verdad[177]. Desde 1775, acumulaban una rica colección de obras consagradas a la francmasonería y no desdeñaban el estudio de la alquimia y la magia. Sin embargo, al conjunto le faltaba especialmente coherencia y respondía más a la curiosidad que a una verdadera búsqueda espiritual. Procediendo poco a poco y sin grandes esperanzas, Thamos intentó orientarlo, sabiendo que el marco no convendría al Gran Mago, que acababa de rechazar, por sí mismo, la tendencia revolucionaria que Gossec encarnaba.

París, finales de abril de 1778

Pensando en Aloysia y tratando con algunos músicos alemanes de paso por París, Wolfgang recuperaba cierta alegría, a pesar del fardo de sus lecciones. Su concierto para flauta y arpa[178] había gustado al duque de Guisnes y a su hija. De una elegancia y un refinamiento notables, demostraba a los parisinos que la música alemana no carecía de poesía.

Pero fue otra obra, compuesta para sus amigos de Mannheim, la que permitió a Wolfgang expresar la riqueza de su pensamiento. De insólita dimensión, su sinfonía concertante para clarinete, oboe, trompa y fagot revelaba, a la vez, una voluntad optimista y una gravedad tan intensa, a veces, que de buena gana se habrían atribuido aquellas páginas a un autor de rara madurez.

Al escribirlas, Wolfgang había sentido que cambiaba de registro.

Y helo aquí en una antecámara, yendo de un lado a otro mientras espera que Le Gros, de muy flaco genio, se digne recibirlo.

Por fin se abrió la puerta del despacho.

—Venid, Mozart. He oído hablar bien de vuestro concierto para flauta y arpa. El estilo gusta a mi auditorio.

—¿Se interpretará mi sinfonía concertante en el Concierto Espiritual?

—¡No se anda por las ramas! Debo establecer cuidadosamente el programa, por miedo a disgustar al público y rebajar el nivel de la institución. El barón Grimm la supervisa con extremada severidad, y ya conocéis la importancia de su juicio. Una crítica negativa me llevaría a la ruina.

—¿Acaso os disgusta mi sinfonía?

—En primer lugar, es demasiado larga; luego, en exceso moderna, y en un género demasiado reciente con respecto al buen gusto parisino.

—¿Os… os negáis a que la interpreten?

—La estudiaré detalladamente antes de hacerme un juicio. Sobre todo seguid dando lecciones. Según madame d’Épinay, vuestros alumnos están encantados.

En ese instante, Wolfgang supo que París le sería siempre hostil. Detrás de Le Gros había otro de la misma pasta, y otro más, hasta el infinito. Aquella tierra no era la suya, aquel cielo le repugnaba, la mentalidad de aquel mundo vanidoso y encerrado en sí mismo le daba asco.

Aunque su madre se aburriese cada día más en una ciudad a la que la salzburguesa no se acostumbraba, Wolfgang no regresó a su casa. No podía soportar sus reproches y sus recriminaciones. Sólo sus amigos de Mannheim evitaban que se hundiera. Aquella noche, la única producción francesa digna de elogios, el vino, correría a chorros.