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Schleswig, febrero de 1778
El duque de Brunswick no era ya el único que dirigía la orden templaria. A su lado estaba ahora Carlos de Hesse, gobernador de los ducados de Schleswig-Holstein. Iniciado en 1775[168], alardeaba de haber estudiado varios ritos masónicos antes de unirse al proyecto templario, el único capaz de dar a la francmasonería el lugar que merecía.
Experto en ciencias ocultas, Carlos de Hesse había reunido, en uno de sus castillos, a una pléyade de alquimistas con la esperanza de presenciar la realización de la Gran Obra. En absoluto desalentado por el fracaso de aquellos mediocres, siguió buscando el secreto de los secretos y trataba con los personajes más extravagantes, preguntándose si entre aquellos charlatanes no se ocultaría un verdadero sabio.
Entre Femando de Brunswick y Carlos de Hesse se había establecido rápidamente una amistad inquebrantable. El segundo no deseaba el lugar del primero, al que consideraba digno de ocuparlo; el primero escuchaba los consejos del segundo, infatigable curioso.
—Gobernaremos juntos esa orden —prometió el duque—. Pero seamos conscientes de que por encima de nosotros reinan los Superiores desconocidos.
—¿Acaso habéis conocido a alguno? —preguntó Carlos de Hesse, fascinado.
—He tenido esa suerte, en efecto. Gracias a él, la Estricta Observancia prosigue su camino sin temor a ser destruida por ataques exteriores. Nos queda fortalecer la orden propiamente dicha.
—Estamos viviendo los últimos tiempos de la Historia —afirmó Carlos de Hesse—. Sólo Cristo nos salvará de la nada. Poseo la gracia de recibir señales luminosas del Señor, y todo lo que llevo a cabo está dictado por Él o por los espíritus que Él dirige. Partamos juntos en busca del verdadero secreto masónico, hermano mío, olvidemos la vanagloria y la nostalgia del pasado. Sí, los Superiores desconocidos nos abrirán el camino y nos permitirán construir una orden espiritualista al servicio de Dios.
El entusiasmo de su nueva mano derecha sedujo a Fernando de Brunswick. Ayudado por un hombre tan comprometido y cuyas convicciones coincidían con las suyas, lo conseguiría.
Tal vez había un detalle molesto: la filiación templaria de la Estricta Observancia y su manifiesta voluntad de restaurar el poder temporal de la vieja orden caballeresca. ¿Muchos iniciados creían aún en ese porvenir?
Mannheim, 7 de febrero de 1778
A Leopold, seguro de que su hijo no lo amaba sólo como a un padre, sino también como a su mejor y más seguro amigo, Wolfgang intentó explicarle su naciente pasión, sin revelar la magnitud de sus sentimientos.
«No somos nobles —escribió—, ni de alta cuna, ni ricos gentileshombres, sino de baja extracción, villanos y pobres, y por eso no necesitamos una mujer rica. Nuestra riqueza se extingue con nosotros, pues la llevamos en la cabeza. Y ésta nadie puede arrebatárnosla, a menos que nos corten la cabeza, y tras eso ya no necesitamos nada. Quiero hacer feliz a una mujer y no conseguir mi felicidad a sus expensas».
Para Wolfgang, el amor debía ser verdadero y razonable, desprovisto de frivolidad y de excesos que impidieran una serena felicidad. A la esposa, la igual a su marido, éste le debía respeto y fidelidad, pues la palabra dada no se recuperaba.
Muchos amigos salzburgueses del músico, jaraneros y cínicos, no compartían sus convicciones, y su actitud de jóvenes gallitos le disgustaba en el más alto grado. Jamás se rebajaría a considerar a una mujer como a un objeto que debía conquistarse.
Mannheim, 19 de febrero de 1778
Al holandés De Jean, que acababa pagando cuando le tiraba de las orejas, Wolfgang le entregaba imas obras cortas y ligeras, como dos cuartetos para flauta, violín, viola y violoncelo[169] y un concierto para flauta en sol mayor[170], que incluía un adagio lleno de ternura que Aloysia sabría apreciar. Su kyrie en mi bemol mayor[171] siguió siendo la única parte de una misa destinada a Carlos Teodoro, con la esperanza de obtener un puesto en la capilla de la corte. Pero el príncipe permanecía en Munich para desovillar los hilos de las intrigas políticas que se oponían a la extensión de sus poderes.
La carta de Leopold fue como un mazazo: «Si continúas paseando por las nubes y no dedicas tu cabeza sólo a proyectos futuros, desperdiciarás todos los asuntos presentes e indispensables. Tu cabeza está llena de cosas que te hacen inepto en el presente. Te muestras, en todo, arrebatado e impetuoso, tu buen corazón logra que ya no veas los defectos de quienes te inciensan. De tu prudencia depende que seas un vulgar músico olvidado por el mundo o un célebre maestro de capilla cuyo nombre permanezca escrito en el libro de la posteridad. ¡Tu proyecto casi me ha vuelto loco! Ve a París, busca el apoyo de los grandes. ¡O César, o nada!».
Wolfgang, trastornado, respondió aquel mismo día. Naturalmente, reconocía la magnitud de los sacrificios de su padre para favorecer su carrera. ¿Acaso no se había endeudado gravemente para permitirle ir a París y obtener un éxito resonante?
París, y no Italia. París con su madre, no Italia con Aloysia. Wolfgang se rindió a las razones de Leopold y renunció a su proyecto de gira.
Terminada su misiva, fue víctima de una fuerte fiebre y se acostó sin cenar.
Viena, 21 de febrero de 1778
—Le he hablado de vuestro papel al barón Gottfried van Swieten —reveló Thamos a Ignaz von Born—. Su propia misión consiste en proteger las logias masónicas haciendo creer que les es hostil. Ganándose la confianza de las autoridades, tal vez acabe sabiendo el nombre de nuestros más peligrosos y decididos enemigos. Ahora, ya conocéis su secreto.
—Mi boca permanecerá sellada —prometió Von Born, conmovido por la confianza del egipcio.
—Van Swieten jamás podrá hablar con vos en el marco de una logia oficial, a causa de la vigilancia policíaca.
—Organizaré aquí o allá sesiones de investigación con los hermanos deseosos de vivir realmente los misterios insinuados por los rituales, y construiremos con la ayuda de los elementos del Libro de Thot.
—Tobías von Gebler no formará parte de los constructores —precisó el egipcio—. Tras el fracaso de su Thamos, rey de Egipto, ha perdido la fe y se limita a llevar una existencia oscura en Berlín, sin pedirle a la francmasonería más que una vaga filosofía.
—Muchos hermanos se le parecen —deploró Von Born—. ¿Dónde está el Gran Mago?
—En Mannheim. Acaba de enamorarse y desearía casarse con la cantante de la que se ha encaprichado. Su padre, en cambio, le exige que vaya por fin a París.
—¿Qué le aconsejáis vos?
—Nada —respondió Thamos—. Él debe forjar su destino durante este período probatorio. De lo contrario, más tarde sería incapaz de afrontar las pruebas iniciáticas.