61

Mannheim, 30 de diciembre de 1777

Christian Cannabich despertó a Wolfgang.

—¡Carlos Teodoro acaba de partir!

El músico se frotó los ojos.

—Partir, partir… ¿Adónde?

—Maximiliano III ha muerto. Como presunto heredero del trono de Baviera, Carlos Teodoro espera conquistar Munich. ¡Graves problemas a la vista!

—¿Cuáles?

—Austria y Prusia pueden desgarrarse mutuamente a causa de la sucesión. Si nuestro príncipe-elector fracasa y se obstina, estallará un conflicto.

Wolfgang no lo sentía por Maximiliano III, aliado de Colloredo.

—Para Mannheim —prosiguió Cannabich—, esta partida equivale a una catástrofe. La vida artística se detendrá, la ciudad se encerrará en sí misma. Se acabaron los conciertos, se acabaron los festejos. El porvenir inmediato se anuncia desabrido.

Kirchheim-Boland, 23 de enero de 1778

Wolfgang se dirigía a casa de la princesa de Orange para dar allí un concierto, pero no viajaba solo. Una hermosa cantante de dieciocho años, Aloysia Weber, y su padre, Franz Fridolin, lo acompañaban.

Tras haber perdido su puesto de secretario de magistratura, éste se había instalado en Mannheim, donde realizaba las funciones de copista para el teatro de la corte, de apuntador y, a veces, de cantante, con una vocecilla de bajo. A los cuarenta y cinco años, parecía muy ajado, pero educaba valerosamente a sus tres hijas.

—Antaño, mi familia fue ennoblecida —recordó Fridolin—. A causa de múltiples desgracias, mi querida esposa, mis hijas y yo mismo ya sólo somos una pobre gente que lucha contra la adversidad. Pero seguimos siendo buenos y honestos alemanes.

—Podéis estar orgulloso de vos, señor Weber.

—¿Qué edad tenéis, joven?

—Cumpliré veintidós años el 27 de enero.

—Maravilloso, ¡toda una vida ante vos! Gracias a vuestro talento, llegaréis lejos.

—El de vuestra hija Aloysia me será de valiosa ayuda. Su voz es tan pura, tan expresiva, que me inspirará varias grandes melodías de mi futura ópera.

—¿Cuándo estará terminada?

—Si evito ir a París, la compondré en Viena y me supondrá por lo menos mil florines.

—¡Mil florines! Buena suma…

—Aloysia se convertirá en la más célebre y mejor pagada de las cantantes vienesas.

La muchacha, distante y reservada, se limitaba a sonreírle a Wolfgang, que la devoraba con los ojos.

Viena, la ópera, la fortuna… ¡Quería creerlo! Sin la gloria y el dinero, ¿cómo conseguiría conquistar el corazón de Aloysia, de la que se había enamorado locamente en cuanto la había oído cantar?

Wolfgang, invadido por nuevos sentimientos que no controlaba, no dejaba de pensar en la hija mayor de Fridolin Weber. La serenidad y el rigor moral de su padre le gustaban: no autorizaba a Aloysia a salir sola y la vigilaba permanentemente.

El concierto del 24 de enero sólo le supuso una modesta suma y Wolfgang cedió la mayor parte a Fridolin Weber. Habría otras prestaciones más lucrativas, y el compositor seguiría mostrándose generoso.

Olvidando a su madre, que se había quedado sola en Mannheim, Wolfgang pasó deliciosas horas en compañía de Aloysia y de su padre. Una sola vez, Fridolin concedió a los jóvenes la autorización para pasear por la campiña nevada mientras él fumaba una pipa en la posada.

Wolfgang habló de sus proyectos, Aloysia de sus esperanzas, y rieron juntos al evocar los defectos y las manías de algunos músicos. En lo alto de un cielo de un azul muy puro brillaba un dulce sol invernal.

—Aloysia…

—Regresemos a la posada, señor Mozart. Mi padre y yo volvemos a Mannheim.

—¿Aceptaríais volver a verme?

—Me gustaría mucho cantar una de vuestras composiciones.

—¡Me hacéis un gran honor! Yo no me canso de oíros. Una voz tan expresiva como la vuestra es un verdadero milagro.

—Me halagáis, pero debo trabajar mucho aún antes de subir a un escenario.

—Pues bien, ¡trabajaremos juntos!

Mannheim, 4 de febrero de 1778

Wolfgang encontró a su madre en casa del consejero áulico[167] Serrarius, que les ofrecía hospitalidad a cambio de lecciones de piano para su nuera Thérèse, apodada «la Ninfa».

—No has escrito a tu padre desde el 17 de enero —le reprochó Anna-Maria—. Es la primera vez que lo dejas tanto tiempo sin noticias.

—Ya lo has hecho tú por mí, mamá.

—¿Adonde has ido estos últimos días?

—He dado un concierto en casa de una dama noble.

—¿Solo?

—No, con una cantante.

—¿Joven?

—Más bien joven.

—Hijo mío, yo…

—Tranquilízate, mamá, nunca viajaría en compañía de personas licenciosas y libertinas cuya conducta y opiniones no apruebo.

—¿Cómo se llama?

—Aloysia es la hija de un hombre muy honesto, Fridolin Weber, copista en el teatro de Mannheim. Su familia ha sufrido algunos reveses de fortuna, pero se comporta con ejemplar dignidad. ¡Qué suerte haberlos conocido! He advertido de inmediato a papá, pues pensamos en un magnífico proyecto: ¡una gira de conciertos por Italia! Aloysia se convertirá en prima donna, y yo daré brillo a mis blasones.

—¿No te entusiasmas muy pronto?

—Si conocieras la voz de Aloysia, no dudarías ni un instante de su triunfo. Nunca había oído semejante esplendor.

En el colmo de la exaltación, Wolfgang puso sus sueños por escrito.

Anna-Maria, aterrada e inquieta, añadió a hurtadillas una posdata antes de entregar la carta a los servicios postales: «Está entusiasmadísimo con esa gente». Y esa gente, de acuerdo con su intuición, no era tan honesta como pretendía.