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Mannheim, 29 de noviembre de 1777

No has comprendido aún que es preciso tener en la cabeza pensamientos distintos de las bromas de un loco —escribía Leopold—. De lo contrario, caes en la mugre sin dinero. Y sin dinero, no te quedará ningún amigo. El objetivo del viaje, el objetivo necesario era, es y debe ser encontrar un buen empleo o, al menos, reunir dinero».

Wolfgang, que no pudo soportar esa injusta regañina, se atrevió a responder a su padre de acuerdo con su corazón: «No soy un despreocupado. Sólo estoy preparado para cualquier acontecimiento, lo que me permite esperar y soportarlo todo con paciencia, siempre que mi honor y mi nombre sin mancilla de Mozart no sufran por ello. Os suplico que no os alegréis antes de tiempo, ni os aflijáis tampoco: suceda lo que suceda, todo está bien. Pues la felicidad consiste sólo en la idea que nos hacemos de ella».

Anna-Maria, triste y solitaria, sin salir casi nunca, se aburría mortalmente. Su hijo la dejaba sola a menudo, pues prefería cenar y bromear con sus amigos. Hacía tanto frío en aquel agonizante otoño que no conseguía sujetar su pluma, casi helada, para escribir a su marido. Aun dejando asomar ciertas inquietudes, intentaba tranquilizarlo. Puesto que Wolfgang había emprendido algunas gestiones serias, era necesario aguardar la respuesta del príncipe-elector Carlos Teodoro.

Mannheim, 9 de diciembre de 1777

Invitado a la academia[165] de la corte principesca, Wolfgang no se interesaba por la música y miraba al conde Savioli. En cuanto finalizó la interminable velada, se dirigió al aristócrata, que no se había rebajado a saludar al salzburgués.

—¿Puedo hablar con vos, señor conde?

—Estoy cansado. Mi secretario os dará una cita.

—Me ha dicho que no estaríais libre antes de varias semanas, ¡y no puedo esperar más!

—¿Esperar qué, Mozart?

—¡La respuesta del príncipe-elector! ¿Me contratará para su corte, de un modo u otro?

La respuesta del conde Savioli fue mordaz.

—Vos sabréis perdonarme pero, por desgracia, no.

Abandonando al músico despedido, el aristócrata se reunió con el padre Vogler, testigo de la escena, con una sonrisa en la comisura de los labios. Ambos obedecían las órdenes de su señor, que no deseaba pelearse con el príncipe-arzobispo Colloredo.

Wolfgang Mozart no tenía porvenir alguno en Mannheim.

Mannheim, 10 de diciembre de 1777

—¿Qué te niegan un cargo, a ti? —se extrañó Christian Cannabich—. ¿Ni siquiera el puesto de preceptor de los bastardos?

—Ni siquiera —respondió Wolfgang vaciando un vaso de vino—. ¡Tan larga espera para tan decepcionante resultado!

—No te dejes abatir, tus amigos músicos te ayudarán. Comerás en casa de uno o de otro, y tus lecciones pagarán tu alojamiento. No sería prudente ponerse en camino en pleno invierno.

A pesar de aquel fracaso, Wolfgang no se desanimaba. Le encantaba hacer música en compañía de los virtuosos de Mannheim.

—¡Dejemos que las cosas vayan como deben ir! —exclamó—. ¿De qué sirven las especulaciones superfluas? Ignoramos lo que debe suceder, ¿no es cierto? Y sin embargo, no, lo sabemos: ¡sucede lo que Dios quiere! Vamos, un jubiloso alegro.

Tranquilizado, Cannabich llenó el vaso de su amigo. Juntos, entonaron un alegre canon en el que se burlaban de la tontería y la injusticia.

Munich, diciembre de 1777

Pese al progreso de sus ideas entre los intelectuales, los Iluminados de Baviera seguían teniendo sólo un número de adheridos demasiado pequeño para emprender una profunda reforma de la sociedad. La única solución, según el jefe del movimiento, Adam Weishaupt, era utilizar el canal de la francmasonería y, concretamente, el de la Estricta Observancia templaria, cuyo aspecto conquistador lo seducía.

A sus veintinueve años, el brillante jurista de la Universidad de Ingolstadt tenía un dinamismo y una fuerza de convicción bastante extraña. Su notoriedad le abrió las puertas de una logia templaria de Munich, encantada de acoger a un espíritu de semejante envergadura.

Apenas iniciado, Weishaupt empezó un trabajo de zapa. Muchos francmasones, si no todos ellos, creían en Dios, pero muy pocos apreciaban a los jesuitas. Y tal vez su creencia no fuera tan sólida como suponía.

Puesto que al convertirse en francmasón se recibía la Luz, ¿no debían propagarla fuera, luchando contra el oscurantismo de una religión descarriada cuyo único objetivo consistía en nublar los cerebros? La francmasonería podría convertirse en la punta de lanza de una nueva filosofía, insistiendo en la primacía de la razón, la necesidad del progreso y el acceso a la educación para todos.

El discurso de Weishaupt sólo escandalizó a algunos hermanos demasiado reaccionarios como para contemplar el menor cambio. La mayoría aguzaron el oído y se iniciaron fructíferas discusiones. En cuanto a Weishaupt, éste no fue indiferente al ritual. A pesar de sus ingenuidades y sus llamativas imperfecciones, se desprendía de él cierta magia que la lógica no conseguía analizar. Los Iluminados de Baviera necesitaban a la francmasonería, la francmasonería a los Iluminados. Interpenetrándose, las dos organizaciones se reforzarían hasta que las ideas de Weishaupt se impusieran.

Mannheim, 25 de diciembre de 1777

Wolfgang maldecía al holandés De Jean, que pagaba mal y lentamente el cuarteto para flauta, violín, viola y violoncelo[166] que el joven compositor acababa de terminar. Pero pronto olvidó esos sinsabores al acudir a casa de un notable de Mannheim, Theobald Marchand.

¡Qué sorpresa descubrir en su casa al conde de Tebas, en plena discusión con un joven de veintidós años con el rostro de sorprendente gravedad! Theobald Marchand, que pertenecía al colegio de los fundadores de la principal logia de Mannheim, invitó a Mozart a beber un excelente vino blanco y a degustar las golosinas de un aparador. Luego se ocupó de otros invitados mientras Thamos se acercaba.

—Señor Mozart, os presento a un brillante diplomático, el barón Otto von Gemmingen, con el que he hablado mucho de vuestro Thamos, rey de Egipto. Como vos y yo, se interesa por el esoterismo de la civilización faraónica y por las antiguas iniciaciones. Por eso realiza profundos estudios en estos campos tan complejos.

Viniendo del egipcio, semejante recomendación valía su peso en oro. Wolfgang sintió un respeto inmediato hacia Otto von Gemmingen, cuya seriedad lo impresionó.

—Estoy trabajando en un drama simbólico que se titulará Semíramis —reveló el joven—. ¿Aceptaríais ponerle música?

—Estoy impaciente por leer vuestro texto y haré lo que pueda.

¡Un nuevo proyecto, grandioso, apasionante! Decididamente, Mannheim le sentaba bien a Wolfgang.

—¿Permaneceréis mucho tiempo entre nosotros? —preguntó von Gemmingen.

—Mi padre desea que tenga éxito en París, pero yo estoy muy bien aquí y no me apetece partir.

Otto von Gemmingen, francmasón al que Thamos había reconocido como apto para construir el templo, avisaría a un hermano emplazado en la capital francesa de la eventual llegada de Mozart.