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Mannheim, 6 de noviembre de 1777
Tras un concierto donde el talento del joven músico procedente de Salzburgo deslumbró al auditorio, el príncipe-elector Carlos Teodoro saludó a Wolfgang Mozart.
El dueño de la ciudad estaba especialmente orgulloso de haber creado un pequeño Versalles donde florecían academias de ciencias y bellas artes, sin olvidar una soberbia biblioteca. Carlos Teodoro, protector de los artistas, se mostró cálido.
—¡Han pasado quince años, Mozart! Ya no sois un niño prodigio, pero sí un músico excelente.
—Vuestra orquesta es una maravilla. ¡Qué felicidad tocar con semejantes intérpretes!
—¿Pensáis permanecer mucho tiempo en Mannheim?
—¿Puedo hacer una confidencia a vuestra señoría?
—¡Hacedla, Mozart, hacedla!
—Me gustaría componer una ópera alemana y verla representada aquí.
—¡Hermoso proyecto, aunque difícil de realizar! Entretanto, ¿participaréis en otros conciertos?
—¡Con gusto!
—Os presentaré a unos amigos que me son especialmente queridos y necesitarían un buen profesor. ¿Aceptaríais serlo vos?
—Sería un honor, vuestra alteza.
—¡Perfecto, perfecto! Gozad de Mannheim, divertios y complacednos con vuestro talento. Nos veremos de nuevo muy pronto.
Wolfgang detestaba enseñar. Perdía el tiempo dando lecciones a aficionados más o menos dotados. Pero, si era preciso pasar por aquello… Satisfecho con aquel alentador contacto, escribió una brillante sonata para piano[163] alimentada con los progresos técnicos que ofrecía el nuevo pianoforte de Stein, y una arieta galante a la francesa[164] que disgustaría mucho al padre jesuita.
Mannheim, 10 de noviembre de 1777
—¿Has recibido una suma suficiente por tus conciertos? —preguntó Anna-Maria a su hijo.
—Sólo cinco relojes, como si me pasara la vida mirando la hora. Me escuchan, me aplauden, pero no me pagan. ¿Debe el pequeño salzburgués contentarse con unos regalitos?
—¿Cómo vamos a subsistir, pues? —se preocupó Anna-Maria, que, lejos de su casa, languidecía.
—Tengo muchos amigos en Mannheim. Nos ayudarán.
—¡Y luego habrá que devolverlo! ¿No deberíamos obedecer a tu padre y ponemos en camino hacia París?
—No te preocupes, iremos a Francia. Antes quiero explotar todos los recursos que me ofrece Mannheim. Una ópera alemana, ¿te lo imaginas? El príncipe-elector me aprecia. Con su ayuda, tendré éxito.
Anna-Maria renunció a contradecir a su hijo, que se relajó escribiendo una carta a su prima de Augsburgo: «Los romanos, soportes de mi culo, están siempre, han estado siempre y seguirán estando sin un céntimo». Eso no quería decir nada, pero lo había dicho.
Cuando se dirigía a casa de Christian Cannabich, Wolfgang se encontró finalmente con su guía.
—¿Me habíais olvidado, Thamos?
—Mannheim te sienta bien, compones obras brillantes y alegres.
—¡La orquesta es fabulosa! Me permite escuchar sones que creía imposibles. ¡Cuántos países desconocidos por descubrir! No puedo escribir poéticamente, no soy un poeta. No sabré manejar las formas con bastante arte como para que jueguen con las sombras y las luces, no soy un pintor. Tampoco puedo expresar mis sentimientos y mis pensamientos con gestos y con pantomimas, no soy un bailarín. Pero puedo hacerlo gracias a los sones, soy músico.
—¿Qué esperas de Mannheim?
—Un puesto de compositor en la corte.
—No te faltan enemigos…
—El conde y el cura, lo sé. ¡Les gustaría verme partir de inmediato! Pero su patrón, Carlos Teodoro, me aprecia. A cambio de su protección, tendré que dar lecciones de piano a sus… «amigos», ¡amantes e hijos ilegítimos! El príncipe-elector es un alegre bribón que se las arregla con la moral cristiana. No me gusta demasiado, pero a cada cual su modo de vida. Yo sólo deseo tener con qué subsistir y componer con un mínimo de coacciones. ¡No olvido… Thamos, rey de Egipto! Si Mannheim acoge una ópera alemana, ¿no os satisfará eso?
—Que esta ciudad te comprenda.
Mannheim, 11 de noviembre de 1777
Wolfgang tocó para divertirse el órgano en la capilla de la corte. Llegado el kyrie, ejecutó el final de modo por completo clásico. Después de que el sacerdote hubo entonado el gloria, se lanzó a una cadencia tan sorprendente que los fieles se volvieron.
Puesto que abandonaban por fin su devoto sopor, el organista hizo chasquear las notas, ante el pasmo de la concurrencia. Sin esperar la reacción del padre Vogler, Wolfgang abandonó el teclado y fue a almorzar a casa de los Cannabich.
Cuando regresó, muy tarde, su madre lo aguardaba con expresión hosca.
—Tu padre me pidió que velara por ti, Wolfgang, y temo que tu comportamiento no sea el de un muchacho honesto y piadoso.
—Tranquilízate, mamá, escribo ripios y bromeo con jóvenes y muchachas, nos lanzamos a toda clase de bromas y de chocarrerías más o menos limpias, pero sólo con el pensamiento, no con la acción.
—¿No estás rozando el pecado?
—Es sólo un juego que me da un extremo placer.
—De todos modos…
Wolfgang besó a su madre.
—Sigo siendo un muchacho piadoso y honesto que venera a Dios y a sus padres.
Mannheim, 22 de noviembre de 1777
Las fiestas musicales en honor del príncipe-elector Carlos Teodoro terminaban, y Wolfgang no había desempeñado papel alguno en ellas. El jesuita y su cómplice, el conde Savioli, eran más temibles de lo que suponía. Sin duda convencían a su patrón de que mantuviera al margen al músico salzburgués.
Reducido a dar lecciones, Wolfgang no desesperaba de lograr sus fines, tanto más cuanto Cannabich oía un persistente rumor: Carlos Teodoro pensaba en nombrar a Mozart preceptor de sus hijos naturales. Entonces pondría un pie en la corte y tendría tiempo para componer.
Con un poco de suerte, su viaje se detendría en Mannheim. Soñaba con escuchar su maravillosa orquesta interpretando sus sinfonías, sus conciertos y la ópera que prolongara el mensaje de Thamos, rey de Egipto.