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Mannheim, 4 de noviembre de 1777
Tras la sombría estancia en Augsburgo, Wolfgang revivía. Mannheim, la ciudad del príncipe-elector del Palatinado, Carlos Teodoro, personaje autoritario e influyente, albergaba una orquesta excepcional, formada por notables músicos. Al día siguiente de su llegada, el 30 de octubre, el joven había conocido a la mayoría de ellos, firmemente decidido a convencerlos de su propio talento. «Imaginan, pues, porque soy bajo y joven, que nada grande y maduro puede existir en mí —le escribió a su padre—. Pues bien, muy pronto se darán cuenta».
Con cuarenta y seis años de edad, el alegre Christian Cannabich tomó a Wolfgang bajo el ala y le facilitó la tarea. Las relaciones profesionales se transformaron en amistad, y el compositor sintió un gran placer al tocar con los mejores intérpretes de Alemania y, tal vez, de Europa.
En el colmo de la felicidad, escribió a la Basle, su primita de Augsburgo, una carta llena de bromas salaces y escatológicas, utilizando una especie de código que la bribonzuela sabría descifrar para exagerarlas más aún. Estar lejos de Salzburgo, reírse y hacer música en libertad, ¡qué gozo!
Christian Cannabich devolvió a Wolfgang a la realidad.
—Ponte tus mejores ropas. Te esperan en la corte.
Dos dignatarios recibieron al salzburgués: el conde Savioli, intendente a cargo de la música, y el confesor oficial, el padre Vogler, jesuita y vicemaestro de capilla. Igualmente ingratos ambos, lo recibieron de un modo glacial.
—Salzburgo es una ciudad magnífica —declaró el conde Savioli—. ¿Por qué abandonarla?
—Viajar me enseña mucho. ¿No es, acaso, incomparable la orquesta de Mannheim?
—Eso se dice, eso se dice… Pero todos los puestos están cubiertos. Y aunque quedara libre uno, sólo se contrataría a un intérprete de gran calidad.
—Mis colegas responden de mi competencia, señor conde. También soy compositor, y me gustaría presentar a la corte de Mannheim unas obras que sabrán seducirla.
—Desconfiad de la seducción —recomendó el padre Vogler—. Es una artimaña que utiliza el diablo para descarriar las almas. ¿Habéis escrito música religiosa?
—Para la catedral de San Esteban de Salzburgo y la iglesia de San Pedro, en efecto.
—Espero que no imitéis a compositores ligeros, licenciosos y condenables incluso, como Johann Christian Bach.
—Siento decepcionaros, padre, pero lo estimo y lo admiro. En Londres, me ayudó mucho.
La mirada del jesuita se volvió francamente hostil.
—¿Qué esperáis exactamente? —preguntó el conde Savioli, cortante.
—Tocar pasado mañana ante el príncipe-elector Carlos Teodoro, al que tuve el placer de conocer hace quince años.
—Su alteza está muy ocupada, y nosotros también. Podéis retiraros.
Desde el primer momento, el conde Savioli y el padre Vogler habían detestado al tal Mozart, así que lo vieron partir con alivio.
—Sobre todo, no debe establecerse en Mannheim —estimó el jesuita.
—Estoy de acuerdo, pero no carece de talento, y los músicos de la orquesta se deshacen en alabanzas que llegan a oídos del príncipe-elector. Conociendo su amor por las artes, asistirá al concierto.
—¡El tal Mozart es un saltimbanqui! ¿Por qué fue excluido de la corte de Colloredo?
—Por deseos de viajar y por la negativa del príncipe-arzobispo a pagar a un músico ausente, al parecer.
—¿Y si existieran motivos más graves? Un aventurero que aprecia la música de Bach no puede ser un buen cristiano. Vos y yo debemos poner en guardia al príncipe-elector; sobre todo, que no se deje seducir.
Viena, 4 de noviembre de 1777
Los hermanos de la logia templaria[161] estaban consternados. Sabían que su local era vigilado por la policía, por lo que se reunían en casa de uno de sus dirigentes, en presencia de un hermano visitante, Ignaz von Born, cuya seriedad y autoridad natural los impresionaba.
—¿Estamos seguros? —preguntó el Maestro de Logia.
—Un Retejador[162] exterior nos avisará en caso de peligro —respondió el decano.
—¿Hasta este punto estamos amenazados? —se inquietó un hermano Maestro.
—Amenazados, no, pero sí del todo desacreditados. Un falso templario ha robado nuestros rituales y vende copias bajo mano. Los profanos los conocerán, ¡sin olvidar a la policía!
—¿Y qué contienen de comprometedor? —preguntó el decano—. No atentamos contra el poder ni las buenas costumbres.
—Muchos aspectos podrían ser malinterpretados —estimó el Maestro de Logia—. La necesaria venganza de los templarios, por ejemplo. ¿No verán en ella, las autoridades, una llamada a la revuelta contra la Iglesia y los reyes? Considero esta divulgación como una verdadera violación. Por desgracia, el escándalo no se detiene ahí. El impostor defraudó en su beneficio las cotizaciones de varios hermanos, que tienen motivos para denunciar a la orden acusándola de incompetencia y negligencia.
Unos intentaron minimizar el alcance de estos acontecimientos, otros hablaron de irremediable catástrofe. Por lo que se refiere a Ignaz von Born, silencioso, comprendió que aquella logia no sería un medio favorable para la iniciación del Gran Mago; su búsqueda debía proseguir.
Viena, 5 de noviembre de 1777
—Bien jugado —dijo Joseph Anton a Geytrand, su mano derecha.
—Gracias, señor conde. Reconozco no estar descontento de la modesta manipulación, cuyos resultados superan mis esperanzas. En Austria, la Estricta Observancia acaba de recibir golpes muy duros de los que le costará recuperarse.
—¡Nuestros expedientes, en cambio, se enriquecen! Algunas frases de sus rituales demuestran el carácter amenazador de la orden templaria y su voluntad de trastornar nuestra sociedad. Por desgracia, no disponemos de un manifiesto o una declaración de guerra como es debido. De modo que necesitaré algo más para obtener algunos registros policiales y el cierre definitivo de todas las logias.
—Estamos en el buen camino —estimó Geytrand.
—¿Cómo consiguió tu agente introducirse en varias logias, robar los rituales y apoderarse de las cotizaciones?
—Sin grandes dificultades, pues los francmasones son más ingenuos de lo que imaginábamos. Hay muchos charlatanes que no respetan la ley del secreto.
—Concédele una buena prima y que desaparezca.
—Tranquilizaos, señor conde. Ya se ha marchado a París y no oiréis hablar más de él. Por lo que se refiere a las logias de la Estricta Observancia en Viena, no tardarán en desmembrarse.