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Augsburgo, 12 de octubre de 1777

Wolfgang sintió que los notables de la pequeña ciudad escuchaban distraídamente, e, incómodo, acortó su actuación.

Cuando abandonaba su piano, el hijo del burgomaestre le apostrofó.

—¡Lleváis una hermosa condecoración, señor Mozart! ¿A qué corresponde y quién os la otorgó?

—Su Santidad el papa me entregó esta cruz de Caballero de la Espuela de Oro. Por lo general, evito exhibirla.

—¿Cuánto cuesta?

—Ni idea.

—¿Podríais prestármela para hacer una copia?

—De ningún modo.

—Sois muy desagradable —se quejó una vieja burguesa extremadamente empolvada—. El hijo de nuestro burgomaestre luciría esta cruz mejor que vos.

—Vamos —insistió el insolente—, prestadme la joya. Tranquilizaos, os la devolveré.

La concurrencia comenzaba a reírse de Mozart.

—Es curioso —advirtió—. Me es más fácil, a mí, obtener condecoraciones que a vos convertiros en lo que yo soy, aunque murieseis dos veces y nacierais de nuevo. Tomad pues, ahora, un pellizco de buen tabaco.

Y dejando atrás a la bobalicona vieja y al mediocre hinchado de vanidad, el pianista abandonó la sala con los nervios de punta.

Augsburgo, 22 de octubre de 1777

Pese a su decepción inicial, Wolfgang dio otros conciertos en casa de Stein, donde obtuvo sólo un magro peculio. Entre sus apariciones públicas, se complació haciendo sonar los órganos y se relajó en compañía de su joven prima de diecinueve años que se burlaba de los notables de Augsburgo con mordiente ironía.

—¡Estoy tan harto de ellos que es imposible decirlo! —le reveló Wolfgang—. Me satisfaría mucho estar en un lugar donde hubiera una verdadera corte. Esta noche, tocaré aquí por última vez. Quedarme más tiempo me resultaría insoportable. Tu maldita ciudad es tan asfixiante como Salzburgo.

La última actuación en Augsburgo atrajo sólo a un restringido público y únicamente produjo noventa florines.

—¿Nos abandonáis? —se inquietó Stein.

—Voy a París.

—Un gran crítico parisino se alojaba aquí, esta noche.

—¿Sabéis cómo se llama?

—Grimm, creo.

Grimm, el protector de los Mozart, había pasado por Augsburgo sin ir a ver a Wolfgang. Stein debía de equivocarse de nombre. El barón no se habría comportado de un modo tan grosero.

Esa noche el músico no pudo conciliar el sueño. Le obsesionaba una advertencia de Leopold: «Ya me conoces, no soy pedante ni beato, y menos aún tartufo. Pero no rechazarás un ruego de tu padre: vela por la salvación de tu alma».

Irritado, Wolfgang respondió con firmeza: «Que papá viva sin preocupaciones. Tengo constantemente a Dios ante mis ojos. Reconozco su omnipotencia y temo su cólera; pero reconozco también su amor, su compasión y su misericordia por sus criaturas: nunca abandonará a quienes le sirven. Si todo va de acuerdo con su voluntad, así va de acuerdo con la mía. De modo que no puedo dejar de ser feliz y estar contento».

Contento estuvo Wolfgang, realmente, al salir de la inhóspita Augsburgo, de la que guardaría un penoso recuerdo.

Viena, octubre de 1777

Entre los florones de la capital austríaca, la biblioteca Imperial y Real producía la admiración de todos los que tenían la suerte de trabajar en ella. Preservaba millones de volúmenes, formando verdaderas murallas acompasadas por columnas de pórfido. La atmósfera recogida, casi solemne, era propicia al estudio. Los investigadores, procedentes de toda Europa, recogían allí múltiples aspectos del saber. Y el puesto de prefecto de la ilustre biblioteca era uno de los más envidiados. Así, la corte esperaba con impaciencia el nombre del nuevo titular, que iba a reinar sobre la prestigiosa institución.

La designación del barón Gottfried van Swieten, brillante diplomático de cuarenta y cuatro años, logró la unanimidad. Culto, inteligente, el hijo del médico personal de la emperatriz María Teresa se instalaba, pues, en Viena tras siete años pasados en Berlín. Gozaba de un gran apartamento oficial, en el propio interior de la biblioteca, al mismo nivel de la galería principal y que daba a la Josephplatz.

Allí recibió a Thamos, uno de sus primeros visitantes. El egipcio apreció la estética del gabinete de trabajo, decorado con arabescos sobre fondo verde. Gottfried van Swieten había engordado y parecía preocupado.

—Soberbio ascenso, barón…

—¡No podía soñar nada mejor! Un puesto de observación ideal y lo bastante a la sombra para permitirme proseguir con el conjunto de mis actividades.

—¿Mantendréis contactos con las logias de Berlín?

—De Berlín y de otras partes. Hoy, nuestra principal preocupación es el porvenir de la Estricta Observancia templaria. Algunos francmasones vieneses trabajan en ese rito cuyo progreso puede quedar detenido, por sus disensiones internas y por los ataques exteriores al mismo tiempo. ¡Un clima muy poco favorable para el nacimiento de una logia capaz de acoger al Gran Mago!

—A pesar de estas dificultades, muy reales —señaló Thamos—, un hermano de excepcional valor se ha instalado en Viena. Intentará reunir aquí a los francmasones deseosos de edificar una auténtica iniciación, a partir de la tradición egipcia.

—¿Cómo se llama?

La mirada de Thamos se hizo más penetrante aún que de ordinario.

—Si os lo digo, quedaremos ligados, para siempre, por el secreto.

—¿No lo estamos ya, conde de Tebas?

—Se trata de Ignaz von Born.

—¡El famoso mineralogista, llamado a Viena por la propia emperatriz! Tendrá que actuar con gran discreción. Nos veremos en los encuentros oficiales, pero sólo vos conoceréis nuestros verdaderos vínculos.

—Una fuerza negativa podría reducirlos a la nada.

—¿En qué estáis pensando?

—En la policía secreta. ¿Acaso no son los francmasones fichados y espiados?

—Fichados sin duda. Espiados, no lo creo. La desconfianza de la emperatriz no llega a tanto.

—¿No seréis demasiado optimista?

—¿Disponéis de algún indicio serio?

—Me pregunto si no existirá una cabeza pensante, oculta en las tinieblas y decidida a destruir la francmasonería.

Gottfried van Swieten no ocultó su escepticismo.

—Una eminencia gris que dirija un servicio secreto… ¡Imposible sin el acuerdo de la emperatriz!

—¿Y por qué iba a negárselo?

—Me parece inverosímil que no se haya cometido indiscreción alguna, aunque estoy muy lejos de haber desvelado todos los secretos de la corte. De modo que no desdeñaré vuestra hipótesis. Verificarla probablemente me ocupará mucho tiempo, pues tendré que evitar numerosas trampas. Suponiendo que tuvierais razón, ese servicio secreto dispondría de una red de informadores cuya magnitud habrá que evaluar. Semejante amenaza… ¿Seremos capaces de detenerla?

—Comencemos por identificarla con precisión. Luego, intentaremos encontrar las armas para combatirla.

—Sea cual sea el peligro, hermano mío, contad conmigo.