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Salzburgo, finales de junio de 1777

Deseáis verme, señor Mozart? —pareció extrañarse el príncipe— arzobispo Colloredo, burlón.

—Es acerca de mi petición, eminencia. Vuestra apretada agenda os ha impedido responder, pero a mi hijo y a mí mismo nos gustaría obtener vuestra conformidad.

—Recordadme esa petición.

—Deseamos abandonar por unos meses Salzburgo para dar algunos conciertos en el extranjero y…

—Imposible —cortó Colloredo—. El emperador José II pronto permanecerá un tiempo en nuestra ciudad, y necesitaré a todos mis músicos para ofrecerle algunos hermosos fragmentos de estilo italiano.

—¿Será posible, luego, nuestra partida?

Colloredo maltrató su pluma de oca.

—Vuestro hijo podrá partir. Vos no.

Tras haber escrito dos sonatas para iglesia, algunos divertimentos y contradanzas a cambio de su salario, Wolfgang compuso un concierto para oboe[154] dedicado a Giuseppe Ferlendis, un solista de la capilla de Salzburgo. Al escuchar el lento movimiento, el rostro del príncipe-arzobispo se crispó. Aquella música le disgustaba. En cuanto se desvanecieron las últimas notas, convocó a Leopold.

—He cambiado de opinión. Ni vos ni vuestro hijo saldréis de Salzburgo. Sois mis criados y debéis permanecer, pues, permanentemente, a mi disposición.

—Eminencia…

—Mi decisión no admite apelación.

En casa de los Mozart, la cena fue siniestra. Tras habérseles quitado el apetito, ni Leopold ni Wolfgang tocaron el delicioso civet de la cocinera. Incluso Miss Pimperl, sintiendo la desilusión de sus dueños, sólo mordisqueó un poquito.

—No te preocupes tanto —recomendó Anna-Maria—. Nuestra familia es feliz, todos estamos bien de salud, vivimos en una magnífica vivienda y no carecemos de nada. Puesto que el señor nos protege, ¿por qué pedir algo más?

—La tiranía del gran muftí se hace insoportable —afirmó Wolfgang.

—No te rebeles así, hijo mío. Nuestro arzobispo os paga, a tu padre y a ti mismo, unos salarios correctos. ¿No eres, acaso, libre de componer la música que te gusta?

—¡No precisamente!

La llegada del alegre Anton Stadler, que conseguía incluso que Nannerl dejara de fruncir el ceño, distendió la atmósfera.

—Perdonadme, pero os arrebato a Wolfgang. Una joven cantante de voz sublime, Josepha Duschek, acaba de llegar de Praga y desea conocerlo.

Leopold dio su conformidad. Algo de distracción calmaría los ánimos de su hijo.

Salzburgo, finales de julio de 1777

Wolfgang veía por tercera vez a la peripuesta Josepha, que no tardaría en regresar a su ciudad natal.

—Os dejo —dijo Anton Stadler cerrando cuidadosamente la puerta del salón de música.

Tímido, Wolfgang consiguió sin embargo expresarse de modo directo.

—Tenéis la voz más hermosa que he oído nunca, y resolvéis las peores dificultades técnicas.

—Hermoso cumplido —apreció la joven de veinticuatro años, sensible al extraño encanto del salzburgués.

—¿Aceptaríais cantar una melodía[155] que he previsto para vos?

—¿Para mí, sólo para mí?

—Sólo para vos. Una melodía dramática, una historia completa elaborada a partir de un texto del poeta Cignasanti.

—Contádmela —rogó Josepha Duschek, algo excitada.

—El amante de la hermosa Andrómeda, locamente enamorada, es herido de muerte. Al principio, ella grita su rebeldía, expresa su insoportable sufrimiento; luego se resigna aceptando la fatalidad; por fin, alcanza la serenidad prometiéndose a sí misma reunirse con su amante más allá de la muerte.

La praguense, impresionada, descifró mentalmente la partitura de Wolfgang.

—¡Una ópera completa en tan pocas notas, pero es muy difícil de cantar!

—Josepha, os pido que os convirtáis en Andrómeda, que viváis plenamente su horrible prueba, que os sumáis en la desesperación, que obtengáis cierta forma de esperanza y veáis más allá de lo visible.

La joven se estremeció.

—¡Me pedís mucho!

—Sois capaz de hacerlo, estoy seguro. ¿Aceptáis probarlo?

Ella no se resistió.

Tras varios ensayos marcados por las precisas intervenciones del compositor, Josepha Duschek se había convertido en Andrómeda.

Anton Stadler rompió el encanto.

—Es tarde, enamorados, y todos nuestros amigos se mueren de hambre. ¡Pronto, a la mesa!

Salzburgo, 1 de agosto de 1777

—No vayas tan lejos —le recomendó Leopold a su hijo.

—Colloredo no me deja otra opción.

—Intentaré convencerlo de que se muestre menos riguroso. Tal vez nos conceda algunas semanas…

—Eso no es suficiente, lo sabéis muy bien. Un viaje tan largo dura varios meses, y la fecha de regreso variará en función de las circunstancias. Por consiguiente, entregaré hoy mi dimisión al príncipe-arzobispo.

Leopold se mordisqueó los labios. La reacción de Colloredo podía ser brutal.

—¿Lo has pensado bien, Wolfgang?

—¡Tanto que soy incapaz de adaptarme! Esta dimisión me liberará.

—¿No deberías tener paciencia?

—Debo abandonar Salzburgo antes de que llegue el mal tiempo. Si tardo demasiado, los caminos estarán espantosos.

Leopold, que se había quedado sin argumentos, finalmente aceptó.

Su hijo iba a destrozar su carrera o a emprender un nuevo vuelo.

Salzburgo, 28 de agosto de 1777

Leopold abrió nerviosamente la carta del príncipe-arzobispo y leyó en voz alta la frase esencial: «El padre y el hijo están autorizados, según el Evangelio, a buscar fortuna en otra parte».

—¡Maravilloso! —exclamó Wolfgang—. Querido padre, nos marcharemos juntos.

Leopold ponía mala cara.

—Nos pone, a ti y a mí, de patitas en la calle —declaró—, y ya no se nos pagará salario alguno. Las lecciones que dé Nannerl no bastarán para cubrir los gastos de nuestra casa. Cumpliré cincuenta y ocho años en noviembre, Wolfgang, y no acepto ser despedido así tras tantos años de buenos y leales servicios. Tú eres joven y puedes correr algunos riesgos, yo no.

Leopold asedió el despacho de Colloredo y supo adoptar la actitud conveniente. Pocos días más tarde se promulgó un nuevo decreto: Leopold era mantenido en su puesto y permanecía al servicio del príncipe-arzobispo. Por lo que se refería a su hijo, despedido, que se marchara con viento fresco.

Wolfgang, encantado ante aquella libertad, pensó en dar gracias al cielo por la mediación de la Virgen María, para la que había compuesto una misa breve[156] y un ofertorio[157] que se tocaron en la iglesia de San Pedro y no en la catedral, feudo de Colloredo. Adoptó un estilo popular, cercano a veces a la ópera bufa y alejado de cualquier mesurada religiosidad. En un gradual[158] dedicado a «Santa María, Madre de Dios», insistió en la plegaria: «Protegedme durante la vida, defendedme en el decisivo instante de la muerte».

Al poner música a estas palabras, el joven tuvo el presentimiento de que aquel viaje a París trastornaría su tan tranquila existencia y le haría sufrir temibles pruebas.

Pero se había jurado no dar marcha atrás.