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Salzburgo, 7 de septiembre de 1776
Wolfgang se había divertido mucho escribiendo una melodía cómica para tenor[136] que ponía en escena a un charlatán ridículo que exigía todas las cualidades de su futura esposa. Era la continuación de otra composición para la misma voz[137], que evocaba la desgarradora despedida del príncipe Eneas y la hermosa Dido, cuyo amor no tenía más salida que la muerte.
El joven oscilaba entre la tristeza y la alegría, y ya no sabía cómo expresar lo que sentía en lo más profundo de sí mismo. Thamos podía ayudarlo, es cierto, pero sólo él decidía sus encuentros. Y su padre, Leopold, no comprendía la gravedad de sus estados de ánimo.
Un hombre, sólo uno, le dictaría el camino que debía seguir: el padre Martini.
Wolfgang no debía hablarle, sobre todo, de sus obritas galantes destinadas a distraer a su empleador y a la buena sociedad salzburguesa. Al padre Martini sólo le gustaban las composiciones serias y la música religiosa. Al dirigirle una especie de llamada de socorro, sin duda el joven obtendría una respuesta favorable, el padre lo invitaría a Bolonia y le procuraría trabajo. De modo que Wolfgang tomó su más hermosa pluma y midió cada una de las palabras de las que dependía su destino:
Reverendísimo padre y maestro, mi muy estimado maestro, la veneración, la estima y el respeto que siento por vuestra persona me incitan a osar importunaros con la presente carta, y a enviar adjunta una pobre muestra de mi música, sometiéndola a vuestro soberano juicio. Escribí el año pasado una ópera bufa, La finta giardiniera, en Munich, Baviera. Pocos días antes de mi partida de aquella ciudad, su alteza el príncipe elector deseó escuchar también algo de mi música de contrapunto. Me vi obligado, pues, a escribir ese motete a toda prisa, para que tuvieran tiempo de copiar la partitura para su alteza, y transcribir sus partes de modo que pudiera ejecutarse el fragmento al siguiente domingo, en el ofertorio de la misa mayor.
Queridísimo y estimado padre y maestro, os ruego insistentemente que me deis vuestra opinión, con total franqueza y sin ambages. Estamos en este mundo para aprender permanentemente y con el fin de ilustramos unos a otros intercambiando nuestros pensamientos, así como para intentar que las ciencias y las artes progresen. ¡Cuántas veces, oh, sí, cuántas veces he sentido el deseo de vivir más cerca de vos y de hablar con vos!
Mi padre ocupa la función de maestro de capilla en la catedral, lo que me da la posibilidad de escribir para ésta tanto como deseo. Desgraciadamente, al príncipe-arzobispo no le gustan demasiado los estilos antiguos. Nuestra música religiosa es muy distinta de la que se interpreta en Italia, tanto más cuanto una misa no debe durar más de tres cuartos de hora. De modo que ese género de composición requiere una práctica particular, sin contar con que la misa, pese a su brevedad, debe comportar el conjunto de los instrumentos, incluidas las trompetas militares. ¡Sí, mi querido padre, así es!
Qué bueno sería poder contaros muchas cosas más. Ruego humildemente a todos los miembros de la Sociedad filarmónica que me concedan su favor, y no dejo de lamentar verme así tan alejado del hombre al que más venero en el mundo, y del que sigo siendo el muy humilde y devoto servidor.
París, octubre de 1776
—Vuestra petición me ha intrigado, señor Mauvillon —dijo Mirabeau[138] con su autoritaria voz—. ¿Por qué ponerse en contacto conmigo en secreto?
—Porque soy el embajador de una joven cofradía, los Iluminados de Baviera, cuyas ideas deberían interesaros.
—¿Cuáles son?
—He aquí una memoria que yo mismo he redactado tras largas sesiones de trabajo con los Iluminados. Abogamos por la supresión de la servidumbre, del trabajo forzoso, de las órdenes de detención y de las corporaciones. A nuestro modo de ver, es urgente luchar contra el despotismo y la intolerancia.
—Soberbio programa, Mauvillon, aunque muy peligroso.
—Por eso es necesario el secreto.
—Los Iluminados de Baviera, decís… ¿Os ha descubierto la policía?
—Todavía no. Somos muy pocos pero reunimos a intelectuales de renombre. Su pensamiento se extenderá muy pronto por Europa. Francia nos parece el país más abierto a un profundo cambio de las mentalidades.
—Se anuncian graves crisis, Mauvillon.
—¡Y vos, Mirabeau, desempeñaréis en ellas un papel decisivo!
—Eso espero, aunque con toda legalidad. No hay que ir demasiado lejos ni demasiado aprisa.
—Ése es también nuestro punto de vista. ¿Aceptaríais entrar en nuestro cenáculo?
—Lo pensaré.
Mauvillon no lo dudó: acababa de reclutar a un nuevo Iluminado cuya influencia sería considerable.
Meinigen, 28 de octubre de 1776
El barón de Hund no tuvo la fuerza de dirigirse a la Tenida masónica que unos hermanos, encantados con su paso, organizaban en su honor. Deprimido, agotado y sintiendo que su obra se le escapaba, dejó de luchar.
El barón guardó cama y mandó a un caballero templario en el que tenía plena confianza.
—Voy a conciliar mi último sueño —le anunció—. Quiero ser enterrado en la capilla de mi dominio de Lipse, al pie del altar. Que me pongan el uniforme de gala de Gran Maestre provincial de la Estricta Observancia templaria y graben en mi losa sepulcral mis títulos, mi escudo de armas y el de la orden.
Y estrechando contra su corazón un pequeño libro rojo, encuadernado en cordobán y que contenía los rituales templarios, el barón Charles de Hund cerró los ojos.