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Salzburgo, mayo de 1776
Ninguno de los oyentes de la Gran Misa en do mayor[130] de Wolfgang Mozart se aburrió, pues la música era brillante. Más bien alejada del marco religioso habitual, no incitaba en absoluto al recogimiento. Puesto que no conseguía doblegarse a las exigencias de Colloredo, el joven había compuesto por fin una Missa longa, una «misa larga» que, dada su excesiva duración, no podría interpretarse en la catedral. La acogió la iglesia de San Pedro, para mayor placer de sus fieles.
—He gozado mucho —reconoció Anton Stadler—. ¿No te arriesgas al descontento de la gente de Iglesia?
—Están tristes y deprimidos, ¡yo les devolveré la alegría!
—Nuestros queridos religiosos no tienen muy desarrollado el sentido del humor.
—Tenía que salir de ese cepo. Controlar cada misa de acuerdo con las reglas de Colloredo se me hacía insoportable.
Viena, 20 de mayo de 1776
—¡Encuentro en la cumbre! —anunció Geytrand a Joseph Anton—. Gracias a uno de los lacayos del duque de Brunswick, he sabido que el Gran Maestre de la orden templaria acaba de recibir al del Rito sueco, el duque de Sajonia-Gotha. Un almuerzo suculento, al parecer, regado con vinos excepcionales.
—Y dejando al margen esa comilona diplomática, ¿hay algo importante?
—Esos dos grandes señores han intentado poner fin a las hostilidades entre sus movimientos masónicos. Uno y otro aspiran a la conquista de Europa, y la discusión fue espinosa.
—¿Unión sagrada o enfrentamiento total?
—Ni lo uno ni lo otro, al parecer. El duque de Sajonia-Gotha no quiere ruido, pero se negará a disolver su cofradía en la Estricta Observancia. Por lo que al duque de Brunswick se refiere, no limitará sus ambiciones. Las únicas concesiones, al parecer, son que la orden templaria no se implantará en Suecia, y que el Rito sueco acallará a sus miembros más virulentos. Pero esa falsa paz se ha roto ya.
—¿De qué modo?
—Zinnendorf se encuentra en Viena para adherir cuatro logias al Sistema sueco.
—¿Lo siguen permanentemente, claro está?
—Claro está, señor conde, al igual que a su emisario oficial Von Sudthausen.
—Solicita audiencia al emperador José II —ordenó Joseph Anton.
Geytrand palideció.
—¿Piensa el Rito sueco obtener un reconocimiento oficial?
—Sin duda alguna.
—¡Eso sería una catástrofe!
—No hay motivo para inquietarse. He hecho llegar a su majestad un expediente muy instructivo.
Viena, 26 de mayo de 1776
Von Sudthausen estaba muy decepcionado. El proyecto de fusión entre la orden templaria y el Sistema sueco fracasaba de un modo lamentable. Las ensoñaciones de su amigo Zinnendorf saltaban hechas pedazos, a menos que la audiencia concedida por José II tuviera un resultado positivo.
El monarca fue de una extremada frialdad.
—Majestad, os ruego que seáis el protector de las logias masónicas pertenecientes al Rito sueco. Los hermanos son del todo respetuosos con vuestra autoridad suprema y con las leyes que promulgáis. Sólo hombres de calidad son admitidos en nuestras asambleas, donde ninguna palabra subversiva podría admitirse. Podéis contar con la absoluta y sincera fidelidad de los francmasones.
—Muy bien, pero disponéis ya de una logia adherida al Rito sueco, y me parece que con eso basta y sobra. Autorizo su existencia, siempre que se respete estrictamente nuestra legislación.
—Os lo agradezco mucho, majestad. Vuestro alto patronazgo sería…
—No contéis con él. Un espíritu liberal no debe ser débil ni partidista. Favorecer a la francmasonería escandalizaría a muchas altas personalidades, comenzando por la emperatriz María Teresa.
—Lo sé, majestad, pero…
—La entrevista ha terminado.
Von Sudthausen se retiró. El Rito sueco nunca se implantaría en Viena.
Salzburgo, 10 de junio de 1776
El día de San Antonio de Padua, la condesa Antonia Lodron organizó una gran fiesta en su honor. Los festejos debían acompañarse con una música ligera y cuidada, un divertimento[131], pues del joven Mozart. ¿Acaso el príncipe-arzobispo no saboreaba sus melodías en cada una de sus comidas mundanas?
Entre los invitados estaba el conde de Tebas, un dignatario extranjero tan acaudalado como discreto. Gran viajero, ofrecía importantes sumas a los asilos y a las escuelas que acogían a huérfanos y desheredados.
Wolfgang se preguntó por qué participaba el egipcio en tales mundanidades. Impasible, Thamos no demostró en absoluto su emoción cuando, desde el comienzo hasta el final, con inesperada solemnidad, percibió las primicias de la Gran Obra[132].
En cuanto la obra terminó, la concurrencia comenzó a charlar. Aprovechando el estruendo, Thamos se esfumó. Wolfgang sintió una profunda angustia: ¿indicaba eso una desaprobación definitiva?