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Salzburgo, 30 de enero de 1776

Pese al mal tiempo, la representación de Thamos, rey de Egipto fue como un rayo de sol para Wolfgang. Por lo que se refiere al juicio del príncipe-arzobispo Colloredo, éste cayó como la cuchilla de una guillotina.

La obra de Von Gebler no le disgustó, pues la interpretó en función de la filosofía de las Luces y no vio en ella la alusión política contra el gobierno austríaco. En cambio, consideró inútiles los coros del joven Mozart. En resumidas cuentas, una obra menor para olvidar.

Al salir del teatro, el egipcio consoló a Wolfgang.

—Olvida la crítica y sigue trabajando sobre el tema, aun sin escribir ni una nota. Lentamente, muy lentamente, los misterios alimentarán tu pensamiento.

—¡El gran muftí detesta mi música!

—No la que te permite recibir un salario y profundizar en tu conocimiento de los estilos y los instrumentos. Esta representación nos ha ofrecido una valiosa enseñanza: Colloredo no se ha indignado ni escandalizado. Sólo ha visto una especie de cuento ingenuo que evoca una antigüedad ya pasada. Poco a poco, aprenderás a crear formas que, sin traicionar el mensaje, gusten a todos los auditorios, del más sabio al más popular. Algunos apreciarán el hechizo, otros el estilo, la mayoría se dejarán encantar y un pequeñísimo número percibirá lo esencial.

—¿No es lo esencial la enseñanza de los sacerdotes del sol?

—Sigue seduciendo a Salzburgo y demuéstrame que eres capaz de domesticarlo sin perder tu alma.

Salzburgo, 27 de enero de 1776

Wolfgang merecía una pantagruélica comida de aniversario con ocasión de sus veinte años. Presa de una fiebre creadora, acababa de componer un delicioso concierto para piano[123], una divertida «serenata nocturna»[124], un divertimento[125] cuyo grave trío en sol menor hacía olvidar que la obra estaba destinada a alegrar una comida de Colloredo, una sonata para iglesia[126] y un concierto para tres pianos[127] adaptado a las posibilidades técnicas de una joven virtuosa, la condesa Josefa.

—El príncipe-arzobispo, la corte y la aristocracia aprecian la calidad y la cantidad de tu trabajo —reconoció Leopold—. En la Iglesia y en los salones te reconocen como un auténtico profesional. Y tengo una excelente noticia que darte: varias damas afortunadas desean que les des lecciones de piano.

—Enseñar no me interesa en absoluto.

—Es indispensable, Wolfgang. Por una parte, no puedes rechazar a algunas personas de alto rango; por la otra, te irán bien unos ingresos extras. ¿Te avergonzaría seguir los pasos de tu padre y convertirte en un buen pedagogo?

—¡No, claro que no!

—Entonces, no sigamos discutiendo. Tu porvenir ya está trazado: serenatas y diversiones para corte y para los ricos aficionados a la música, letanías y misas para la Iglesia, enseñanza destinada a las personas de calidad. ¡Un verdadero éxito, a tus veinte años!

—¡Un gran éxito! —asintió Anna-Maria—. ¿Y a quién no le gustaría pasar unos felices días en Salzburgo?

Berlín, abril de 1776

El ex pastor Wöllner, francmasón de la Estricta Observancia templaria desde 1768, obtenía por fin el tan ambicionado puesto: Venerable Maestro de la célebre logia de los Tres Globos. Con su hermano y amigo Bischoffswerder, un oficial, controlaba también la logia Federico del León de Oro.

A partir de esas dos entidades, ambos cómplices, alentados por el poder, implantarían en Berlín la Rosacruz de Oro del antiguo sistema del que eran ocultos misioneros. Misioneros y también dobles agentes, puesto que lanzaban su ofensiva con el acuerdo y el apoyo de los jesuitas.

Uno y otro ignoraban que éstos actuaban por influencia de Joseph Anton, cuyo trabajo de zapa comenzaba a dar resultados. Puesto que no podía atacar de frente a la francmasonería, instilaría veneno continuadamente para corroerla desde el interior.

Joseph Anton no se limitaba a observar y alimentar sus experiencias. Ahora, actuaba.

Salzburgo, abril de 1776

—Encantador, delicioso, maravilloso. Este concerto[128] es tan distinguido… ¡Me encanta! Señor Mozart, es usted un mago.

Wolfgang hizo una reverencia.

La condesa Antonia von Lützow estaba visiblemente fascinada por la fluida música del joven compositor, tan apreciado por la sociedad salzburguesa. Dedicándole aquel concierto en do mayor, Wolfgang iba a despertar muchas envidias.

—Me gustaría tomar más lecciones —suplicó la condesa—, para interpretar esta partitura sin cometer errores.

—Mi horario ya está muy cargado y…

—¡Os lo ruego, señor Mozart!

—Sentaos al piano.

Wolfgang corrigió algunos de los numerosos errores de su alumna y le prometió otro ensayo. Luego se dirigió a casa de Anton Stadler para desafiarlo a los dardos y liberar así sus nervios. ¡Santo Dios, cómo le exasperaba la enseñanza!

Satisfacer a sus padres demostrándoles su capacidad no bastaba para hacerlo feliz. Si el porvenir consistía en envejecer lentamente vestido de músico lacayo, sometido a las exigencias de un pequeño tirano, ¿para qué construirlo? Gracias a Thamos, Wolfgang mantenía la esperanza. Y no decepcionaría a su amigo llegado de tan lejos.

Ingolstadt, 1 de mayo de 1776

Con veinticinco años de edad, profesor de derecho y, muy pronto, decano de la universidad de la pequeña ciudad de Ingolstadt, en Baviera, Adam Weishaupt estaba viviendo un momento excepcional. Nacido en esa antigua plaza fuerte de los jesuitas cuya orden, disuelta hoy, seguía actuando de un modo oculto, había decidido combatir a la Iglesia, al catolicismo y a sus secuaces. Weishaupt, que era ateo, advertía su espantosa influencia en la educación y la enseñanza superior. Esa religión estúpida embridaba las almas e impedía pensar libremente a los individuos.

¿Cómo luchar contra el oscurantismo, salvo reuniendo los espíritus fuertes, decididos a propinarle golpes decisivos? Aquel 1 de mayo, al crear la sociedad secreta de los Iluminados de Baviera, Weishaupt se otorgaba el instrumento indispensable para cumplir su sueño.

Sus fíeles todavía eran muy pocos, pero se comportaban como exploradores y propagadores de la Luz. La mayoría deseaban establecer un compromiso entre la razón y una religión menos sectaria, sin adherirse a las ideas revolucionarias de algunos filósofos franceses. Los primeros Iluminados criticaban, sin embargo, los privilegios de los reyes y los príncipes, sobre todo cuando ejercían sus poderes sin discernimiento ni competencia. Posición muy poco original, por otro lado, pues estaba ampliamente extendida por el teatro y la literatura.

No obstante, era necesario pasar de la teoría a la práctica, evitando la violencia. Conscientes de que el catolicismo temporal había desnaturalizado la espiritualidad, los Iluminados no desdeñaban la enseñanza de los Antiguos, especialmente los egipcios. Durante la reunión de los fundadores, se tomaron varias decisiones: el secreto absoluto, la compartimentación, un intenso trabajo intelectual, una estricta disciplina, una educación laica, la publicación de folletos, el atento examen de cualquier candidatura, exigiendo un detallado currículum vitae del postulante. Además, los nombres de los adherentes y sus lugares de encuentro estarían cifrados[129].

El éxito pasaba por la conquista de la francmasonería, apoyo ideal para propagar una nueva filosofía.