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Salzburgo, 23 de abril de 1775

Sentado junto al archiduque Maximiliano-Franz, cuarto y último hijo de la emperatriz María Teresa, el príncipe-arzobispo Colloredo estaba orgulloso de ofrecer al ilustre huésped, de paso por la ciudad, una pequeña ópera en dos actos y catorce números, El rey pastor[113], debida a la despierta pluma del joven Mozart, sobre un libreto de Metastasio.

Alejandro Magno en persona quería conceder el trono de Sidón a una pareja forzada. Tomando conciencia de su error, elige a mejores candidatos, entre ellos, a un pastor deseoso, sin embargo, de quedarse con su rebaño. Y todo termina del mejor modo, gracias a la clarividencia de Alejandro, que, era evidente, igualaba la de Colloredo.

Tras un primer concierto para violín, impersonal y ligero[114], Wolfgang tuvo que componer a toda prisa esa larga serenata que en nada se parecía a la gran ópera con la que soñaba.

Colloredo estaba encantado, satisfecho por la cálida acogida; el archiduque haría el elogio del príncipe-arzobispo en la corte de Viena, donde se decidía el porvenir de la región. Si José II conseguía imponer su reforma, él mantendría la prosperidad.

Brunswick, 26 de mayo de 1775

Los habitantes de la villa de Brunswick asistieron a un extraño espectáculo. Guiados por el Gran Maestre provincial Charles de Hund, los Caballeros de la Estricta Observancia templaria recorrieron las principales calles para llegar a la Casa de la orden, donde los aguardaba el Gran Maestre, el duque de Brunswick.

Previsto hasta el 6 de julio, el convento masónico reunía a todos los dignatarios y prometía hermosos enfrentamientos. Tres comisiones se encargarían del desarrollo de la orden: la primera se ocuparía de economía, la segunda de política y la tercera de las ceremonias. De sus trabajos emanarían informes cuyo contenido permitiría tomar decisiones al Gran Maestre.

Esa primera gran manifestación oficial en sus tierras tenía un hermoso éxito popular. Los curiosos, intrigados y admirados al mismo tiempo, apreciaban la presencia de aquellos caballeros soberbiamente vestidos.

Mientras sus adjuntos resolvían los problemas de intendencia, el Gran Maestre recibió en privado a Charles de Hund, delgado y enfermo.

—Sentaos, mi querido hermano, ¿deseáis agua, una tisana o una bebida más fuerte?

—Un poco de agua, por favor.

El duque sirvió personalmente a su huésped.

—Vuestra salud me preocupa.

—Estoy muy enfermo —reconoció Hund—, y tengo los días contados.

—Estoy desolado. Los mejores médicos de Brunswick intentarán curaros.

—Es demasiado tarde.

—¡No seáis tan pesimista!

—¿Acaso si la Estricta Observancia me sobrevive, no lo habré conseguido?

El duque se sintió turbado.

—Mi querido hermano, desgraciadamente tenéis muchos enemigos, algunos espíritus mezquinos os reprochan una falta de precisión sobre los orígenes de la orden y la legitimidad de vuestro poder espiritual.

—¡Ya lo he dicho todo a ese respecto!

—Vuestras explicaciones carecen de consistencia. Con toda sinceridad, os defendéis muy mal. Y temo que vuestros más fieles apoyos os abandonen.

—Solo y desacreditado…

—Dadas mis responsabilidades, ¿no tengo el deber de mostrarme lúcido, aun deplorando la crueldad de esa actitud?

Charles de Hund ya no se sentía capaz de luchar.

—¿Qué esperáis de mí?

—En primer lugar, que avaléis mi decisión de transferir de Dresde a Brunswick la sede del gobierno de la orden; luego, que aprobéis el nombramiento de mis íntimos para los puestos de responsabilidad; finalmente, que os retiréis para dejarme ejercer la totalidad del poder. Yo os protegeré, a cambio de vuestro apoyo. Sean cuales sean vuestros errores y vuestras insuficiencias, los asumiré. Y os cuidaréis con toda tranquilidad.

Charles de Hund se arrellanó en su sillón y cerró los ojos, ya que lo abrumaba la fatiga.

Viena, julio de 1775

Al acabar con una revuelta campesina en Bohemia, José II había demostrado su firmeza. Decidido a mantener la grandeza del imperio afirmando su autoridad, también sabía tomar medidas populares, como la apertura al público de los jardines del Augarten.

Joseph Anton temía un exceso de liberalismo que debilitara a la policía y redujera la seguridad. Muchos francmasones alentaban dicha tendencia, con sus palabras al menos.

Geytrand, de regreso del ducado de Brunswick, se presentó para informar.

—Los conventos masónicos son verdaderas minas de información —declaró, satisfecho—. Algunos participantes están tan contentos cuando se los invita que charlan de buena gana; encontré a uno tan vanidoso que me lo contó todo. El barón de Hund está muy enfermo, y el duque de Brunswick en plena forma. El infeliz fundador de la orden acaba de ser enviado a casa, donde morirá, abandonado y despreciado.

—Dicho de otro modo, Femando de Brunswick toma plenos poderes.

—Apartado Hund, ha nombrado a sus fieles para los principales puestos. Así controlará las finanzas y orientará la política de la orden según su propio modo de ver las cosas.

—¿Qué quiere, concretamente?

—Restaurar la Orden del Temple y devolverle su esplendor de antaño. Y ese Gran Maestre tiene mucha más envergadura que el barón de Hund. Sería un error no tomarlo en serio.

—¿Y el contenido de los rituales?

—Sobre ese punto, el convento ha terminado en fracaso. El duque de Brunswick esperaba convencer a los clérigos de que ofreciesen a los caballeros sus conocimientos esotéricos. ¡En balde! Los eruditos se empecinan en guardar sus secretos. No es muy fraterno… Al Gran Maestre le toca apaciguar las tensiones e imponer una mejor disciplina. ¿Conseguirá el duque de Brunswick mantener una coexistencia pacífica entre las diversas ramas de la orden?

—Es un hombre peligroso —estimó Joseph Anton—. Peligroso pero intocable.